Fotografía y teatralidad en las artes chilenas
Natalia Brizuela
La “avanzada” era, entre muchas otras cosas, una forma de ir un paso más adelante de la censura. Era también una manera de ir desarrollando por vías distintas, basadas en lo visual, una reflexión sobre lo impensable que había sucedido en la vida política. La incipiente reflexión de politólogos y sociólogos no bastaba. Las artes visuales, y la escritura teórica vinculada a ellas, se proponían algo más: el trabajo con lo fantasmático, el trabajo con los miedos y con el inconsciente, el trabajo con la insuficiencia de las representaciones, con el más allá y más acá de los discursos que podían formularse racionalmente.
Adriana Valdés, “A los pies de la letra: arte y escritura en Chile” .1
Fotografía y teatralidad / Fotografía como teatralidad
En un texto de 1980 titulado “Sobre las acciones de arte: un nuevo espacio crítico”, Diamela Eltit afirmaba lo siguiente en referencia a las prácticas artísticas de ese periodo: “se expande la realidad del público de arte…proponiéndose que el arte altere o expanda sus mecánicas y sus políticas de difusión… al operar entonces en situaciones urbanas, públicas, abiertas…”.2 Cerca de veinte años después, en una entrevista efectuada a fines de los 90, y con el objetivo de responder a una pregunta sobre los inicios de su trayectoria literaria, Eltit explica que a comienzos de los 80 su postura era la siguiente: “pensaba que el libro no era suficiente … que tendría que haber una extensión de las posibilidades. Eso yo lo pensaba mucho … producir, digamos, cortes, interrupciones … como asaltar espacios”.3 Quiero usar estas dos citas de Eltit como puntos de entrada a una pregunta sobre la expansión y exterioridad que palpita en el campo de las artes chilenas – las artes ampliamente concebidas – producidas en los años 70 y 80. El uso que Eltit hace de las palabras y términos que designan expansiones y exterioridades del arte – asaltar espacios, extensión, se expanda, situaciones abiertas – no es aleatorio, ni tampoco refleja una obsesión personal y solitaria por parte de la autora. La insistencia en estos términos, en su propio análisis de los años 70 y 80 en Chile, apunta, más bien, a lo que espero demostrar en el transcurso de este ensayo: la existencia de una preocupación compartida por diferentes artistas, escritoras y escritores (Carlos Altamirano, Eugenio Dittborn, Diamela Eltit, Ronald Kay, Carlos Leppe, Carlos Leppe, Juan Luis Martínez, Catalina Parra, Nicanor Parra, Lotty Rosenfeld, Raúl Zurita) vinculados a la neovanguardia chilena de esa época.
Planteo que el trabajo conjunto producido por este grupo durante las décadas en cuestión está marcado por un desplazamiento hacia la exterioridad, una movida hacia lo que queda fuera y más allá del marco, más allá de la palabra escrita, de la materialidad histórica propia de cada práctica artística, del espacio cerrado de un museo. Asimismo, dicho trabajo está marcado tanto por una consecuente e inevitable expansión de la “disciplina” o medio al que suscriben -o al que quedan afiliados y afiliadas (más allá de sus deseos o preferencias)- cada uno de estos actores, como por un asalto a los espacios políticos y estéticamente inhabilitados para la creación de nuevos públicos y nuevos escenarios. Tanto en el arte como en la literatura, estas expansiones ocurrieron a través de un uso distintivamente chileno de la imagen técnicamente reproducida en la construcción de un tipo de visibilidad y un entender de la representación que interrumpieron la representación impuesta por regímenes políticos y de mercado. Con un estado político de excepción como trasfondo y en los mismos años en los que el neoliberalismo económico mostraba ya sus primeros destellos, estas escritoras, escritores y artistas forjaron una estética de la preservación que buscaba una salida de cara a la desaparición.
Este movimiento hacia el exterior está relacionado a lo que varias críticas y críticos han denominado la “expansión” de las artes característica de varios momentos claves del siglo XX, los cuales, a su vez, estuvieron caracterizados por una exigencia que artistas, escritoras y escritores se impusieron sobre sí mismos: desintegrar las fronteras históricas y mediáticas de las disciplinas artísticas en las que participaban. Dichos actores –vinculados a las vanguardias históricas de comienzos del siglo XX y a las neovanguardias de la segunda mitad del mismo siglo – pusieron en práctica experimentos pan-mediáticos e interdisciplinarios. Estos son también algunos de los términos utilizados para designar las expansiones arriba mencionadas.
Quiero sugerir que, en Chile, dichas expansiones y la ya mencionada exigencia de exterioridad se realizaron a través del rol que la imagen mecánicamente reproducible jugó a partir de los años 70 y entrados los 90. La fotografía cumple una función central en el desempeño de esta imagen mecánicamente reproducible; de modo más preciso, lo fotográfico funge como modelo o plano de dicha imagen, tanto en términos históricos como en términos mediales. En el contexto de la radical reconfiguración del arte chileno de esas décadas, la fotografía (o la imagen mecánicamente reproducible) emerge como el conducto privilegiado hacia la exterioridad y la expansión del arte. Podemos pensar en este tipo de imagen como una suerte de “grado cero” para el arte de la época, en la misma medida en que la fotografía, entre todos los medios, es aquella que históricamente ha estado marcada por su indeterminación como signo (dado su doble imperativo, su “doble poética”, como la denomina Jacques Rancière): es “testimonio” de una historia (escrita en los rostros y objetos retratados en la imagen) y, a la vez, puro bloque de visibilidad, impasible a cualquier narrativización, a cualquier intersección de sentido.4
Esta doble poética o grado cero es lo que me permite pensar la fotografía como forma de teatralidad. Por “teatralidad” no hago referencia al teatro en sí. Más bien pienso, como plantea Josette Féral, en la teatralidad como pasaje de aquí a un más allá, a un otro lugar: como la delimitación que en cualquier espacio marca un otro espacio, la delimitación que torna evidentes modos de reconfiguración de cuerpos, de objetos y de lugares proclives a ser alterados, a ser percibidos y transformados en su respectiva alteridad.5 La teatralidad es un proceso, una dinámica de percepción entre algo o alguien visto y el sujeto que ve. Bien podríamos reemplazar la palabra “teatralidad” por la palabra “fotografía” en los enunciados anteriores sin alterar su sentido ni la descripción ahí efectuada. La fotografía es, por tanto, teatralidad, aún cuando no haya habido conciencia de esto en todos los momentos de su historia y a pesar de que la fotografía no siempre haya aprovechado esta característica del medio para tantear su propia capacidad de expandirse hacia un exterior, hacia un otro lugar. En el caso de Chile en los años 70 y 80, la fotografía aparece y es empleada en virtud de la realidad aparentemente paradójica que yace en el corazón de dicho medio.
Por esos años, la fotografía y la imagen mecánicamente reproducible eran usadas de este modo en otros lugares, más allá de Chile. En un artículo titulado “The Photographic Activity of Postmodernism”, y con el afán de discutir el estatuto del arte estadounidense en la década de 1970, Douglas Crimp subrayaba el modo en que “modos fotográficos” figuraban en la labor de artistas dedicadas y dedicados a la búsqueda de nuevos modos de presencia y representación en el arte, modos conscientes de la pérdida del aura pero esperanzados ante la posible emergencia de un nuevo tipo de aura. Para Crimp, el tipo de presencia que surge en los años 70 es explorada por artistas estadounidenses a través de modos fotográficos; el autor designa al posmodernismo como “actividad fotográfica”.6 Como Crimp arguye, esta actividad fotográfica del posmodernismo ofrece un “aura que ha devenido solamente presencia, o dicho de otro modo, que se ha convertido en fantasma”.7 Aunque existen similitudes dignas de análisis entre los usos estadounidenses y chilenos de la imagen técnicamente reproducible y de la fotografía, en Chile el uso de estos medios fue más bien estratégico en términos políticos, sin interesarse mayormente por su presencia espectral o fantasmática. La ambigüedad de estos tipos de imágenes, a la vez líricas e icónicas, es lo que dio lugar a la posibilidad de figuración en tiempos de desaparición. El uso de estas imágenes se hace en nombre de diferentes formas de representación a través de lo fotográfico, es decir, de un medio basado en la distribución equitativa del derecho de reproducción. La apariencia se consigue aquí a través de la exterioridad y la expansión.
La condición fotográfica
En 1986, el arte experimental en Chile tuvo uno de sus momentos internacionales más importantes desde el dramático y trágico golpe de estado que destituyó a Salvador Allende en 1973, y que acabó con todos los aspectos de la sociedad civil. Dicho momento corresponde a la aparición del libro de Nelly Richard, Margins and Institutions. Art in Chile since 1973, publicado en Australia y también en Estados Unidos como edición especial de la revista Art and Text. El artista Juan Domingo Dávila, radicado en Australia desde 1974 – poco después de la violenta usurpación de Augusto Pinochet – era el puente importante y transpacífico entre Richard (residente en Chile) y Paul Foss, el editor de la publicación en Australia. El libro de Richard agrupa a una serie de artistas, escritoras, escritores e intelectuales dispares y en apariencia estéticamente irreconciliables, todas y todos con trayectoria iniciada durante los años de dictadura. Como apunta Richard en la introducción de su libro, artistas, escritores e intelectuales tuvieron una postura crítica ante el régimen de Pinochet, rehusándose, sin embargo, a participar en la práctica artística militante de abierta denuncia y optando más bien por críticas experimentales y conceptuales. Son éstas las figuras, los nombres incluidos por Richard en su listado, las que aglutinó bajo el término Escena de avanzada.
Si Eugenio Dittborn, Catalina Parra, Lotty Rosenfeld, Gonzalo Díaz, Carlos Leppe, Carlos Altamirano, Diamela Eltit, Raúl Zurita, Ronald Kay, Adriana Valdés y la misma Richard no fueron parte de la “izquierda contestataria […] cuyo arte se dejó sobredeterminar por su referencia ilustrativa a la contingencia de las luchas nacionales”,8 esto se debió al hecho de que el segmento de la “izquierda contestataria” (caracterizado por prácticas artísticas militantes) estaba intentado restaurar un orden, confiado en la posibilidad de reclamar lo que hasta entonces habían sido perdurables sistemas históricos y sociales de signos. Según Richard, tales artistas – militantes y comprometidos – creían en una unidad nacional que podría y debía ser reconstituida a partir de los trozos del cuerpo social restantes después de la catastrófica destrucción (a manos de fuerzas derechistas, conservadoras e incipientemente neoliberales) de la democracia y del sueño socialista. La estética militante sirvió, pues, como proyecto de oposición ante el régimen represivo, como un otro ante Pinochet y sus cómplices, organizando e intentando reconstituir el (anterior) orden social. De buena fe, estas prácticas artísticas confiaban en que el pueblo chileno y las clases políticas e intelectuales en particular necesitaban retomar el control tanto de las estructuras políticas, como de aquellas que imperaban sobre los usos del lenguaje verbal y visual, rescatándolo así de la vigilancia, la censura y el abuso al que fue sometido por el régimen represivo. Divergiendo en sus estrategias y sus apuestas de la facción artística militante, las escritoras, escritores y artistas que Nelly Richard aborda en su libro de 1986 se posicionaron en un terreno totalmente distinto, el cual, para muchas y muchos, colindaba peligrosamente con la esfera de la apolítico.
Los artistas agrupados por Richard en la Escena de avanzada no confiaban en la posibilidad de reconstruir ninguna forma de totalidad a partir de los restos del destrozado orden social chileno. Para ellos y para ellas, la marcha hacia algún tipo de comuna cuyo avance habría sido interrumpido por los años de Pinochet ya no era una posibilidad factible. La Escena de avanzada emerge, pues, “en plena zona de catástrofe cuando ha naufragado el sentido”,9 y al sentido no se podía regresar tan fácilmente. Por esto, todo signo de representación precisaba ser deconstruido, de modo que los signos mismos, como la unidad más básica de comunicación social y colectiva, pudieran ser reformulados. El sujeto como unidad psíquica y política era, en palabras de Richard, “irreconstituible”;10 el lenguaje y la representación devenían, a su vez, “campos minados”. La Avanzada elaboró y se elaboró en esa premisa, reconociendo primera y principalmente la realidad atroz que en ese entonces imperaba para, luego, proponer una realidad fragmentada, codificada, elíptica y metafórica como la única posibilidad habitable, como el único fondo posible.
En su pionero análisis, Richard detalla características de las artes bajo dictadura que acabaron funcionando como señas distintivas para la teoría crítica dedicada a estudiar ese periodo desde dentro y desde fuera de Chile. Esto decantó en una suerte de mapa de las prácticas de la Avanzada, una delimitación del espacio común compartido por artistas cuyo trabajo difiere radicalmente cuando se le considera fuera de ese territorio. Las características de dicho territorio demarcado por Richard son las siguientes: el cuerpo como materia base para el trabajo artístico; el uso de la cita, el corte, el montaje y el collage como un set de procedimientos aprendidos del post-estructuralismo; el decir, mostrar y señalar a través de metáforas y elipsis que construyen zonas de opacidad y que también dan voz a lo reprimido en el lenguaje; el afuera social o la exterioridad como medio para la producción del arte; el presionar los contornos de los formatos y los marcos de la práctica artística hasta el límite, hasta donde la distinción entre géneros y medios se deshace; y la “condición fotográfica” de la Avanzada, particularmente entre 1977 y 1980.
Quiero elaborar la última de todas estas extraordinariamente incisivas observaciones, la que también parece ser la menor: la condición fotográfica de la Avanzada. La misma Richard volvió a la pregunta sobre fotografía años después, clarificando y expandiendo sus observaciones sobre el uso de la imagen técnica particularmente en el breve periodo que va de 1977 a 1980. En un ensayo de finales de los 90, Richard re-presentó esta parte de su argumento en relación a trabajos de esa década que abordaban, otra vez, la desaparición de cuerpos.11 Más aún, y ya entrado el siglo XXI, Idelber Avelar entrevistó a Richard sobre el papel de la fotografía en la Avanzada.12 En esa conversación Richard retomó sus observaciones sobre la elección de cierta gramática fotográfica – collage, montaje, corte, fragmentación, yuxtaposición, disociación – hecha por artistas de la Avanzada para “subrayar la violencia material de las fracturas propias a una cultura de fragmentos”, cuando la fotografía cambió de ser un “recurso técnico” a ser “una figura teórica””.13 El presente ensayo es un comentario sobre la fotografía como dicha figura teórica. Si, como sugiere Adriana Valdés en el epígrafe que introduce este ensayo, la Avanzada fue el lugar y el tiempo para pensar lo impensable que aconteció en la vida política de Chile, y si ese pensar fue posible a través del uso de la fotografía, entonces ese medio y su deconstrucción merecen un estudio más detallado en la medida en que nos ofrece el material y la teoría para darle sentido a las artes del periodo y a su expansión. Lo “impensable” que el comentario de Valdés destaca es la suspensión represiva de la vida social como tal y la consecuente supresión y censura de vidas, cuerpos y voces individuales que no encajan bien con las normas impuestas y vigiladas. Lo impensable fue el cercenamiento y la destrucción de la libertad y la vida. Si la fotografía hizo pensable lo impensable, entonces la fotografía también se dio a la tarea de bregar, de algún modo durante esos años, con la pregunta sobre la vida y la libertad. Vida y libertad devinieron impensables durante la dictadura. En otras palabras: fotografía como vida y libertad.
En un texto inédito de 1981 (“Puntualización de algunos elementos críticos para la discusión acerca de la incorporación de la fotografía en la práctica de los artistas”) Nelly Richard da cuenta del rol privilegiado que la fotografía jugó en 1977, momento que para ella fue fundacional en lo que denominó la Escena de avanzada. Ese año, una serie de exhibiciones de arte (de Parra, Dittborn, Bru, Smythe, Altamirano y Leppe, en lugares como la Galería Cromo y la Galería Época) apuntaron a lo que Richard tildó de “convergencia expositiva”. Si en su texto inédito de 1981 Richard expone lo que estaba siendo puesto en evidencia en ese periodo, no es hasta la publicación de El espacio de acá de Ronald Kay y de Cuerpo correccional de la misma Richard (ambos de 1980) que se hace evidente que la fotografía se había convertido en el lenguaje más importante para la nueva concepción del arte, donde la brecha entre práctica y teoría quedaba colmada.
Esta idea reaparece en varios ensayos de los 90. En una ponencia que data de 1999, Richard afina sus observaciones sobre el papel de la fotografía en la Escena de avanzada. Primero y más que nada, arguye la autora, la fotografía es el soporte técnico para la producción y reproducción de imágenes y es el aparato visual para la estructuración de la mirada social. Según Richard, las primeras manifestaciones de la Avanzada en 1977 emergen del deseo de hacer crítica a la representación, emergen como propuestas para la elaboración de otras formas de crítica dentro del contexto dictatorial conscientemente distanciadas del uso descriptivo que la izquierda militante hace del lenguaje y de las imágenes, de la correspondencia fluida entre forma y representación que impera en este tipo de uso. La cultura militante produjo formas que intentaron rearmar los símbolos que habían sido destruidos tras el golpe militar y tras el asesinato de Allende. Según señala Richard, el “arte contestatario” acabó construyendo – o intentó construir – una continuidad histórica. Algunos y algunas artistas que se mostraron extremadamente críticos frente a la dictadura evitaron caer en los patrones de resistencia presentes durante los primeros años después del golpe, y es por eso que, a la convulsión del sentido histórico y social, las obras y los textos de la Escena de avanzada respondieron con fracturas de lenguaje que buscaban transgredir el continuismo académico-oficial de una historia llena de sedimentaciones represivas, a la vez que re-significar lo convulso desde torsiones de géneros e imaginarios rebeldes y descentrados.14
Estas y estos artistas deseaban afirmar su oposición a cualquier versión armónica y suturada de la historia de los eventos de la época. El aparato fotográfico “le prestó a la “escena de avanzada” sus claves operativas (discontinuidad, fragmentos, montaje, etc.) para romper con el discurso representacional y con la ilusión de una totalidad orgánica de la forma”.15 El uso crítico de la fotografía que emerge a finales de los 70 en el trabajo de la Avanzada hace de la fotografía en sí misma el soporte analítico para una reflexión teórica de lo que Richard llama la “condición fotográfica”, haciendo eco de David Harvey y de su estudio sobre postmodernidad, y de Douglas Crimp y su ensayo sobre la actividad fotográfica del posmodernismo.16 En la reflexión de Richard, la fotografía es lo que da lugar a una crítica de la estética metafísica, articulada a partir de nociones como el aura y la trascendencia, las mismas nociones deshechas por la fotografía. Las y los artistas de la Avanzada estaban en contra de cualquier “sublimación pictórica” y concepción romántica del talento artístico. La fotografía le ofreció a estas y estos artistas un medio, pues, que podía constituir una posición contra la totalidad, la profundidad, la interioridad y la originalidad. Más aún, Richard nos recuerda que, para muchas personas en Chile durante aquella época, la violencia y la represión hablaron a través de nuevas tecnologías, por lo que los y las artistas retomaron esas mismas tecnologías para hacer una crítica desde dentro de esa misma represión y violencia. De este modo, estas y estos artistas insistieron en documentar y no en monumentalizar, insistieron en prácticas efímeras que dejaban rastros apenas en el exterior.
Los libros no bastan
Quiero regresar a lo que Eltit señala sobre el estado del libro en la entrevista de finales de los 90 citada más arriba, donde afirma: “pensaba que el libro no era suficiente … que tendría que haber una extensión de las posibilidades. Eso yo lo pensaba mucho … producir, digamos, cortes, interrupciones … como asaltar espacios”.17 Una serie de situaciones en las que Eltit estuvo involucrada en la última mitad de los 70 (sus años de estudiante y los de sus primeras incursiones públicas) nos ayudarán a elucidar el sentido de esta reflexión. Entre ellas podemos contar: sus estudios con Ronald Kay sobre performance, video arte y teorías sobre medios de comunicación que empezaban a circular en esa época; su participación en octubre de 1974 en el ejercicio teatral titulado “Tentativa Artaud”18 en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile; su participación en las performances y las acciones directas de arte del CADA entre 1979 y 1985; Lumpérica, su primer libro, publicado en 1983, que se constituyó primero como “acción de arte” y luego como material impreso; las deambulaciones y exploraciones de la ciudad de Santiago que ella y Lotty Rosenfeld llevaron a cabo en los 80, documentadas en video y después convertidas en libro (El padre mío de 1989). Estas son las “extensiones de posibilidades” más allá del libro en las que Eltit confiaba.
Eltit, posiblemente la escritora más importante de Chile en la segunda mitad del siglo XX, entró en la escena literaria entendiendo la literatura como necesariamente otra en relación a sí misma, constituyéndola, pues, como un afuera en relación al campo y medio literarios en sus acepciones más limitadas. El lenguaje como sistema de comunicación de signos altamente simbólicos, los géneros literarios como formas que codifican estrictamente las estructuras del lenguaje literario, y el libro como objeto-mercancía que empaca y presenta la literatura fueron los elementos que Eltit sintió insuficientes a comienzos de los 80. A medida que buscó extensiones afuera, más allá y en otro lugar que no fuera el libro, Eltit se dedicó a la performance como forma emergente del arte. Estudió también video y se echó a andar por la calle. En todas estas situaciones, escenificó una exploración a través del cuerpo. Estos viajes por el cuerpo eventualmente configuraron movimientos sísmicos en el lenguaje y los géneros de los libros que la autora publicó en los 80 y hasta mediados de los 90: desde Lumpérica (1983) hasta El infarto del alma (1994), sus publicaciones pusieron a prueba los códigos preestablecidos de lo legible. Las primeras líneas de Por la patria (1986) presentan un lenguaje deshecho:
ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma ma am am am am am am am am am am am am am ame ame ame ame dame dame dame dame dame dame dame madame madame madame dona madona mama mama mama mama mama mamá mamá mamá mamacho el pater y en el bar se la toman y arman trifulca19
Son líneas que llevan el lenguaje al cuerpo, poniendo énfasis en el aspecto encarnado del lenguaje, dándole cuerpo al lenguaje, haciendo del mismo más que un estéril sistema sígnico de símbolos abstractos. El espacio literario se ve así asaltado por el cuerpo. Este asalto ya había comenzado en Lumpérica, de varios modos. Resalta, por ejemplo, la foto borrosa en blanco y negro del torso de una mujer sentada (con sus brazos extendidos, como si ofreciera los numerosos cortes en ellos infringidos) que abre la sección 8, titulada “Ensayo general”. La foto viene sin explicaciones, sin leyenda, interrumpiendo la narración, haciendo un corte en el texto. La narrativa se desdobla a través de una serie de escenas ensayadas repetidamente, de tomas que necesitan ser rehechas, reposicionando la cámara, corrigiéndolas. Para cuando el lector llega a la sección final del libro, la que por fin ofrece una versión clara y descriptiva del espacio donde toma lugar la acción, para cuando la narración describe al personaje principal y a su entorno, la sensación que le queda al lector es la de haber participado en una experiencia, en el hacer mismo de esas últimas páginas. El libro conjuga géneros clásicos de la literatura: prosa, teatro y poesía. Estas expansiones llegan a un punto álgido en sus trabajos colaborativos, donde la imagen deviene un elemento integral del libro: El padre mío (1989) es la transcripción de múltiples videograbaciones de un hombre que Eltit llama “el padre mío”, registros efectuados por Rosenfeld mientras ella y Eltit deambulaban por los márgenes de la ciudad de Santiago; El infarto del alma (1994) es el resultado de la colaboración con la fotógrafa Paz Errázuriz en un hospital psiquiátrico en las afueras de la capital.
Revisar y regresar a las producciones artísticas y literarias hechas en Chile entre finales de los 70 y mediados de los 90 nos permite valorar la afirmación de Eltit como algo menos radical de lo que parece. Durante esos años, bien podríamos decir, no hubo medio, material o práctica que bastara, y es por eso que pensamos y nos referimos a esas décadas como las más experimentales en la historia de la producción estética de Chile. Esto se tradujo en una búsqueda de situaciones, sitios y materiales exteriores al arte y a la literatura: fuera del arte, más allá del arte estaba la vida, la libertad, un mundo. Apostar por la exterioridad produjo diferentes y variadas propuestas.
En el campo de la literatura hubo figuras igualmente dedicadas al desplazamiento más allá del espacio de lo literario, a superar los límites de lo literario y los confines del libro, figuras que buscaron una exterioridad para la literatura. Los “Artefactos” (1972) de Nicanor Parra, publicados en una caja con cientos de tarjetas ilustradas, fueron hechos para ser vistos antes de ser leídos, y fueron escritos con fragmentos de frases comunes. Constituyeron un parteaguas, un marcador del cambio radical que cerró, o por lo menos deshizo, toda la tradición lírica chilena. El primer y único número de Manuscritos – la revista multidisciplinaria cuyos orígenes y producción Ronald Kay describe con lujo de detalle en las conversaciones incluidas en este volumen – fue publicado en 1975. Bajo el mando editorial de Kay, y como es bien conocido, este experimento efímero reimprimió material rescatado del periódico mural de 1952 conocido como El Quebrantahuesos, e incluyó también la “reescritura” que el propio teórico hizo del mismo proyecto. El juego visual, por algún tiempo olvidado, que Nicanor Parra concibió y ejecutó (y después instaló, en el Paseo Ahumada en el centro de Santiago), en colaboración con Alejandro Jodorowsky y Enrique Lihn volvió a la vida a través de la reescritura de Kay y la re-situación del archivo llevada a cabo por Catalina Parra. El texto de Kay está literalmente distribuido dentro de marcos de fotografías callejeras ampliadas, impresas en las páginas de la revista con los orificios y los bordes de los negativos visibles en la impresión, haciendo así evidente no el “realismo documentario” de las fotografías sino más bien su ontología como puesta en escena. El texto de Kay es en sí, como el texto mismo afirma indirectamente, una acción de arte. El proyecto de El Quebrantauesos de 1952 fue un proyecto de “poesía urbana”, de “arte de la calle” usando “los procedimientos provocativos de afiches, letreros luminosos, vidrieras, escaparates y vitrinas”, haciendo collages a partir de materiales impresos descartados; el re-ensamblaje de Kay fue realizado 23 años después. Cuando Juan Luis Martínez publica La nueva novela en 1977, no solo tacha su nombre, deshaciendo así el sitio y la figura del autor a través del cual podríamos analizar un modo de hacer, una práctica de trabajo común, distanciada de cualquier forma de psicologismo biográfico. También monta el escenario dentro del cual puede surgir (como el título indica) un nuevo tipo de novela, de libro, hecho de recortes, de-centralizado, no narrativo, exterior a cualquier cosa que en algún momento haya sido considerada una novela. Hay aquí una puesta en escena de la novela, o de los materiales que podrían constituirla; he aquí un lugar donde el libro como tal se convierte en escenario. En 1981, Enrique Lihn publica Derechos de autor. El proyecto editorial tiene el aspecto de un libro de recortes, con pasajes y pedazos de sus libros anteriores, con reimpresiones de su trabajo como crítico de arte y con fragmentos de revistas y de otros materiales impresos. Por su parte, tanto Eltit como Zurita llevaron su escritura al exterior del libro, y llevaron también el mundo a sus primeras publicaciones, apoyándose en ambos casos en la forma fotográfica.

Título: Quebrantahuesos
Año: 1952
El arte expande y altera
Esta búsqueda de extensiones de posibilidades no fue algo exclusivo al ámbito literario. En la esfera de las artes visuales, hubo quienes buscaron, asimismo, la expansión de los materiales del arte. Como en otras partes del mundo, y haciendo eco de lo que ocurría en el campo literario, varias y varios artistas tomaron sus cuerpos como material de sus prácticas, y ocuparon también el espacio público como sitio para exhibir arte. Esto significó un distanciamiento de los recursos que hasta entonces habían estado asociados a las diferentes áreas de las prácticas del arte. También significó una negación de las instituciones y del mercado del arte como lugares de visibilidad, valoración y circulación de la producción artística. En 1980, como ya mencioné, Eltit subrayaba: “se expande la realidad de público de arte…proponiéndose que el arte altere o expanda sus mecánicas y sus políticas de difusión… al operar entonces en situaciones urbanas, públicas, abiertas…”. Un año después de sus primeras acciones de arte, esta misma observación ofrecía los parámetros del trabajo del CADA. Situaciones públicas y abiertas – y por tanto necesariamente inestables – expandirían la noción de lo que constituye un público del arte. Estos públicos, recientemente transformados, formarían y tomarían parte del trabajo artístico, convirtiéndose en participantes activos. En 1979, el recién conformado colectivo de arte conocido como CADA se echó a la calle con sus primeras acciones: “Para no morir de hambre en el arte” e “Inversión de escena”. Las reflexiones de Eltit sobre la relación entre el arte, la acción y la crítica son también un modo útil de aproximarnos a las emergentes prácticas individuales de Lotty Rosenfeld, que formó parte de la agrupación. “Una milla de cruces sobre el pavimento” (1979) fue la primera obra individual de Rosenfeld, en la cual intervino el sistema de signos de una calle pavimentada en la ciudad de Santiago, marcando perpendicularmente, como es bien conocido, las rayas blancas que separan los carriles de una autopista o una calle, transformando así restas (signos negativos, los signos del señalamiento de tránsito) en sumas (signos positivos, construidos gracias a la intervención de Rosenfeld). Rosenfeld coordinó la documentación fotográfica y en video de su performance/ acción, y un par de meses después, proyectó la grabación de la performance en la misma calle donde tomó lugar la acción. Alrededor de esas fechas, Carlos Altamirano, Alfredo Jaar y Elías Adasme también ocupaban espacios públicos. En un periodo de dos años, Alfredo Jaar usó anuncios espectaculares y otras superficies del espacio público destinadas a los propósitos del mercado y del consumo para posar una pregunta simple y aparentemente banal: “¿Es usted feliz?”. Rodeada de anuncios promocionando todo, desde cigarros y cerveza hasta refrescos “7Up”, la pregunta de Jaar se fundía con su entorno, sugiriendo así que la felicidad también pertenecía a las esferas de la transacción económica. Pero en la medida en que se fundía con su entorno, el cuestionamiento de Jaar también interrumpía el flujo de intercambio de la cultura de consumo, del orden social neoliberal que el régimen de Pinochet construyó para remover las responsabilidades sociales que el Estado tenía con sus ciudadanas y ciudadanos y reemplazarlas con las leyes del mercado. Jaar, pues, opacaba el brillo y la atracción de la visualidad publicitaria a través de una simple pregunta: ¿es real la felicidad que crees que tienes, estás realmente feliz?
En “A Chile”, Elías Adasme desarrolló cuatro acciones en Santiago en las cuales posicionó su cuerpo al lado o bajo el mapa de Chile, interviniendo así el espacio privado, el público y el íntimo, como indican los títulos de sus acciones. En la primera– “Intervención corporal de un espacio privado” –, un Adasme desnudo de la cintura para arriba aparece colgado de los pies, sostenido por el marco de una puerta, con el mapa al lado de su cuerpo semidesnudo. Entre el territorio representado en el mapa y el cuerpo de Adasme se alcanza a ver una frase, “Mapa de Chile”. En su segunda acción, una intervención corporal pública, el mismo muchacho semidesnudo aparece colgando junto al mapa en cuestión, pendiendo, esta vez, de una señalización vial que marca la entrada a la estación del metro Salvador en Santiago. Su tercera intervención corporal, ahora íntima, consiste en una proyección del mapa de Chile sobre el cuerpo desnudo de Adasme. Para la cuarta acción, el artista aparece de pie junto al mapa, pero ahora la palabra “Chile” de la frase “Mapa de Chile” aparece escrita en su cuerpo. El cuerpo del ciudadano aparece así convertido en el cuerpo social de la nación. Estas acciones fueron fotografiadas y las cuatro performances-fotografías pasaron a constituir un cartel instalado en los muros de diferentes barrios de Santiago. Estas fueron algunas de las expansiones del arte, del asalto de los espacios públicos que Eltit mencionaba: el arte tomando lugar al aire libre, saliendo de su lugar convencional e histórico en los espacios cuidadosamente delimitados para su circulación y saliendo, también, de los materiales y los medios designados como “propios” del arte. El arte, pues, transformando todos los cuerpos. Al salir al exterior, al ocupar el espacio público, el arte tiene menos que ver con el objeto y se acerca más a la intervención, o a la acción, como sugiere el título de uno de los ensayos de Eltit.
En 1975, Carlos Leppe transformó su cuerpo en arte, se convirtió en material para ser esculpido, pero antes de eso, Leppe mudó su cuerpo en algo exterior a sí, tornándolo algo otro, una superficie más allá del cuerpo. Me refiero aquí, por ejemplo, a trabajos como “El perchero”, donde tres fotografías de figuras humanas—correspondientes a las del propio artista—e impresas en papel a tamaño natural figuraban dobladas y colgadas en percheros. En dos de ellas, usaba un vestido con el área de los senos recortada, y en la figura colocada entre estas dos últimas, su cuerpo aparecía retratado desnudo, con sus genitales y su pecho cubiertos con gaza y papel. En 1976, Dittborn inicia su desplazamiento hacia afuera de la pintura con su muestra titulada delachilenapinturahistoria, recorrido, y en esta fuga hacia el exterior de los límites disciplinarios e históricos del medio, el artista llevó su cometido más allá de la pintura y de la práctica del arte mismo cuando, un par de meses después de terminada la muestra, esta se convirtió en un objeto teórico en forma de libro. Podríamos pensar también en la exhibición de Francisco Smythe de 1977 y en la subsecuente publicación titulada Fotografía: sn. Diego esq. Tarapacá vista: norte-sur 23 de agosto 1977 12:30, donde las fotografías de una transitada esquina de Santiago aparecen imprimidas sobre dibujos de Smythe. Smythe literalmente interrumpe sus dibujos con la presencia y la contaminación del mundo exterior. En diciembre de 1979, como ya he mencionado, Lotty Rosenfeld ejecuta su primera acción de arte en la calle Manquehue de Santiago, inaugurando lo que eventualmente se convertiría en una de las marcas distintivas de su trabajo artístico, “Una milla de cruces sobre el pavimento”, que retornaría a ese mismo sitio seis meses después en formato de video proyección. Esta intervención, hecha sobre el señalamiento más banal y más ampliamente usado para demarcar el tránsito público, implicó, con un gesto mínimo, el radical deshacer de ese mismo señalamiento, e invitó a considerar la posibilidad de que todos los signos pudieran ser eventualmente deshechos. La intervención fue realizada al aire libre, como una interrupción del flujo diario: del flujo del tránsito, de cuerpos, de sentidos y significados, del tiempo, del progreso. Esta interrupción hecha a través del más mínimo gesto – transformar un signo de menos en un signo de más; transformar una abstracción en una forma artesanal hecha a mano – implicó llevar al arte lejos de la contemplación, hacia la acción, hacia la movilización, hacia el exterior, hacia una salida de todos los espacios tradicionales del arte: museos, galerías, salones. Podemos también recordar el trabajo de Carlos Altamirano de 1981, titulado “Tránsito suspendido”,20 en el cual el artista desdobla una sábana en el pavimento de una calle en el barrio de Providencia y proyecta diapositivas mientras su propio cuerpo interviene e interrumpe la proyección. Aquí, como en el trabajo de Leppe y de Rosenfeld, el cuerpo es central: deshacer los signos sociales se hace posible a través de la acción y la labor del cuerpo. Podríamos, por último, recordar el proyecto de Jaar sobre la felicidad, realizado entre 1980 y 1981, en el cual, de un modo similar al trabajo de Rosenfeld y Altamirano, el artista interrumpe el flujo del espacio público al llevar el arte hacia afuera, hacia la calle.
Un nuevo espacio público
Quiero regresar a las lecturas que Diamela Eltit efectúa de la Avanzada como artefacto que altera la mecánica del arte, para que el arte pueda operar en situaciones urbanas, abiertas y públicas. Siguiendo el análisis de Nelly Richard, y conjugando dicho análisis con los escritos de Josette Féral, podríamos añadir que la alteración de la mecánica del arte ocurrió primordialmente a través de cierta teatralidad fotográfica que ofreció un pasaje hacia lo abierto. En la vanguardia chilena de los 70 y 80 la teatralidad fotográfica funciona, entonces, como disrupción principal de los esquemas de representación que constituyen totalidades y refuerzan el constructo opresivo del estado-nación. Esta teatralidad: 1) permite formular la pregunta sobre los procesos representacionales – algo que había sido destruido en la arena política y pública de la vida en Chile bajo dictadura; 2) trabaja en contra del marco que garantiza el orden; 3) posee una naturaleza disruptiva y hasta destructiva. Al forjar y abrir un terreno afuera, al delimitar espacios a través de situaciones activadas por lo fotográfico, lo abierto se convirtió en ámbito y en medio de expresión, y así se creó un nuevo espacio público allí donde el espacio público había sido clausurado. Este nuevo espacio vislumbra la emergencia de imaginarios comunes –por debajo, afuera y más allá de las instituciones del arte.
Para expresar lo “impensable” vivido en la dictadura de Pinochet y en su exterminio de la vida, las y los artistas chilenos propusieron un modo de significación, un modo teatral, en constante movimiento y disrupción, siempre orientado hacia la exterioridad, siempre expandiéndose hacia otros sitios. Sin embargo, lo que posiblemente fue la mayor y más generativa contribución a esta estética de la teatralidad, a esta teatralidad fotográfica, se encuentra en la propuesta por una nueva forma de subjetividad. Como arguye Féral, “el cuerpo es la fundación de la teatralidad”,21 y para las y los artistas chilenos como Diamela Eltit y Lotty Rosenfeld, Carlos Leppe y Elías Adasme, el efecto buscado a través de la expansión de las artes mecánicamente reproducidas le permitió al sujeto imaginarse a sí mismo realizando y delimitando un espacio teatral suyo, y hacerlo de manera colectiva, dentro de un espacio de libertad.
Podemos hablar de un espacio de libertad en el sentido que estos trabajos proponen una mirada que postula y crea un espacio virtual distintivo. Este otro espacio es el de la alteridad, es una ruta que permite escapar de lo “impensable” y del espacio alienado de la cotidianidad hacia un ámbito donde la libertad pueda ser un experimento constante. En la medida que habita la teatralidad, el arte transforma, y transforma para bien: para abrir otros espacios, para crear otras posibilidades, para iluminar potencialidades y para revelar lo que estaba oculto en las sombras.
Traducción del inglés de Sergio Delgado Moya.
Notas
1. Adriana Valdés, “A los pies de la letra: arte y escritura en Chile”, en Memorias visuales. Arte contemporáneo en Chile (Santiago: Metales Pesados, 2006), 282
2. Diamela Eltit, “Sobre las acciones de arte: un nuevo espacio crítico”, Umbral Nueva Época 3 (1980), 24.
3. Leonidas Morales, Conversaciones con Diamela Eltit (Santiago: Cuarto Propio, 1998), 168.
4. Ver Jacques Ranciere, “Notes on the Photographic Image”, Radical Philosophy 156 (2009): 8-15.
5. Ver Josette Féral, “Theatricality: The Specificity of Theatrical language”, SubStance 31 2/3 issue 98/99 (2002): 94-108.
6. Douglas Crimp, “The Photographic Condition of Postmodernism”, October 15 (1980): 91-101.
7. Crimp, “The Photographic Condition…”, 100. La traducción de esta cita, y las siguientes, fue efectuada por el traductor del ensayo.
8. Nelly Richard, Márgenes e instituciones. Arte en Chile desde 1973 (Santiago: Metales Pesados, 2007), 26.
9. Richard, Márgenes e instituciones, 16.
10. “Sólo la construcción de lo fragmentario… logra dar cuenta del estado de dislocación en el que se encuentra la noción de sujeto que esos fragmentos retratan como unidad devenida irreconstituible.”, en Richard, Márgenes e instituciones, 196
11. Nelly Richard, “Memoria del arte y traza fotográfica”, Revista de Teoría del Arte 1 (2016): 37 – 46. Este texto fue leído como ponencia en el Seminario «Las artes en la era de la hiper-reproductibilidad técnica» (Academia Imaginaria-Centro Cultural de Ingeniería de la Universidad de Chile, junio de 1999).
12. Idelber Avelar, “La escena de avanzada: Photography and Writing in Postcoup Chile – a Conversation with Nelly Richard”, Photography and Writing in Latin Americ: Double Exposures (Albuquerque: University of New Mexico Press, 2006), 259-269.
13. Avelar, “La escena de avanzada…”, 261.
14. Richard, “Memoria del arte y traza fotográfica”, 39.
15. Richard, “Memoria del arte y traza fotográfica”, 39.
16. David Harvey, The Condition of Postmodernity. An Inquiry into the Origins of Cultural Change (Cambridge y Oxford UK: Blackwell, 1990). Douglas Crimp, “The Photographic Activity…”
17. Morales, Conversaciones…, 168.
18. Para más antecedentes sobre esta iniciativa ver los comentarios de Ronald Kay.
19. Diamela Eltit, Por la patria (Santiago: Ediciones Ornitorrinco, 1986), 9.
20 Otra alusión a esta obra se encuentra en el texto de Ana María Risco incluida en este volumen. El mismo Altamirano discute esta obra, con cierta desilusión, en las conversaciones incluidas en este volumen.
21 Féral, “Theatricality”, 9.
Bibliografía
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