Reconfiguraciones de campo y el re-posicionamiento de la pintura chilena contemporánea. Notas sobre la obra de Natalia Babarovic
María José Delpiano K.
A modo de introducción: las artes visuales en el Chile de los 90
Durante los años 90, Chile enfrentó numerosos y complejos desafíos desde diversos frentes: políticos, sociales, económicos y culturales, pero, sin duda, lo que singularizó la década fue el inicio de la denominada transición hacia la democracia o, más precisamente, la restitución de la democracia institucional.1 En este controvertido proceso de la historia reciente del país, marcado, entre otras cosas, por las numerosas concesiones que el nuevo gobierno efectuó con el poder militar, el clima de violencia y miedo que implantó el régimen de Pinochet siguió operando por varios años. Es también en esta época cuando se conocen públicamente las horrorosas violaciones a los derechos humanos perpetradas por los organismos de inteligencia de la dictadura. A raíz de aquello, se inició desde el estado un proceso reparatorio en términos jurídicos y simbólicos que, sin embargo, concedió inauditas garantías a responsables y cómplices de gravísimos delitos; “una justicia en la medida de lo posible”, señaló Patricio Aylwin cuando firmaba el decreto para la creación de la comisión encargada de investigar los crímenes de lesa humanidad.2 Asimismo, es la década en que el modelo económico neoliberal diseñado por el ala civil del gobierno militar se asienta: crece el comercio, se masifica el crédito, el consumo se dispara y tiene lugar un gran boom inmobiliario (entre 1996-97). Fantasía neoliberal que develará precozmente su contracara: en 1998 se desata una crisis económica dramática, que socavó profundamente las bases sociales y volvió a enrostrar las fisuras y la corrosión del supuestamente exitoso modelo económico chileno.
No obstante, en este complejo contexto de incertidumbres y crisis, una nueva generación de artistas se posicionó como el anhelado recambio para las artes visuales en Chile. Me refiero a aquello que en el circuito local de las artes visuales se ha tendido a denominar como “escena de los 90” o escena postdictadura. Revisando las notas de prensa y la literatura artística del periodo, se constata que dicha denominación alude a un conjunto de nóveles exponentes de la plástica chilena, con propuestas muy disímiles, pero que sin duda comparten algo que los distingue y anuda como conjunto: ser los primeros artistas cuya inscripción se produce en democracia, pero sobre todo, ser quienes consiguen una suerte de autonomía respecto de la escena precedente, esto es, de las tendencias conceptualistas y experimentales de los años 70 y 80. Por varios años —incluso entrados los 90— los artistas parecieron encandilados y subsumidos por el lugar que ocupaban las obras, el discurso crítico y los propios protagonistas de la denominada Escena de avanzada para el arte local. Así, este “recambio” de las artes visuales, que no era entendido como un corte radical ni como una superación absoluta del arte precedente, se verificaba desde tres frentes: producción de obra, canales de circulación e inscripción institucional y legitimación crítica y discursiva.
Lo que aquí se constata no resulta una novedad para los relatos sobre arte contemporáneo en Chile, puesto que desde hace un tiempo se han levantado diversos proyectos que buscan problematizar lo acontecido en este capítulo del arte local. Una de las primeras iniciativas que revisó de forma panorámica la producción de esta época fue la propuesta curatorial Cambio de Aceite (2003), cifrada fundamentalmente en el “relevo” generacional de la pintura chilena.3 Un año más tarde se efectuó el coloquio Arte y política (2004), que abordó el periodo entre 1960 y 2004, centrando buena parte de las discusiones en las prácticas de la postdictadura. Por su parte, el filósofo Federico Galende en la tercera y última entrega de su proyecto Filtraciones (2011)4 dialoga con varios actores y figuras protagónicas de la década de los 90. También la publicación de ensayos y entrevistas Chile Arte Extremo (Sergio Rojas, Guillemo Machuca y Carolina Lara, 2005) versa sobre la emergencia e internacionalización de artistas jóvenes durante los últimos años del siglo XX y comienzos del XXI. Por su parte, Copiar el edén (editado por Gerardo Mosquera, 2006) incluyó un ensayo referido a este tramo del arte local, cuyo autor, el crítico y curador Justo Pastor Mellado, se posicionó en los 90 como uno de los principales articuladores discursivos de la nueva escena. Hay que señalar, finalmente, que el Centro de Documentación de las Artes Visuales de Chile, el cual desde 2010 en adelante organiza concursos de ensayos de investigación y edita publicaciones con los textos ganadores, dedicó su sexta convocatoria (2015-2016) a pensar las prácticas y discursos de los años 90.
De este modo, el presente texto recoge los aportes que las anteriores iniciativas hicieron a la interpretación de este periodo del arte en Chile, sin embargo, busca adentrarse en ciertos aspectos que han quedado relegados de las propuestas citadas. Esto se refiere, específicamente, a la reconfiguración que experimentó el sistema artístico tras la recuperación de la democracia institucional, que resulta necesaria, postulo, para situar debidamente la producción de esta época. En ese sentido, este ensayo propone que el arte de los 90 en Chile se ve tensionado o afectado por el proceso de reconfiguración del sistema artístico, vale decir, 1. Por el posicionamiento de nuevos actores, espacios de circulación del arte y discursos -y por la rehabilitación de los ya existentes—, 2. Por la redefinición de las políticas culturales, 3. La incidencia más sustantiva del mercado y 4. La interacción sostenida de agentes e instituciones con circuitos internacionales.
En segundo lugar, interesa discutir particularmente el estatuto que adquiere la pintura en estos años. Esto ya ha sido problematizado en el referido proyecto Cambio de aceite y en otras iniciativas posteriores.5 Es, sin duda, este medio el que ha concitado un interés singular en los relatos y discursos que vuelven sobre el arte postdictadura. El desmantelamiento de la pintura fue asunto angular de las prácticas y escrituras críticas de la escena de los 70 y 80 y, como se verá, fue un elemento diferenciador del conceptualismo local respecto de sus homólogos latinoamericanos.6 De tal manera, este escrito ensayará diagramas para adentrarse en las prácticas pictóricas de los 90, pero se detendrá de forma particular en la obra de una figura emblemática de esta generación como fue Natalia Babarovic. Se analizará específicamente el mural “El sitio de Rancagua”, elaborado en colaboración con Voluspa Jarpa, postulando que este proyecto pictórico puede entenderse como un síntoma del cariz que adquirió el proceso de recambio generacional en los 90, a nivel de prácticas, discursos y del entramado político-institucional.
Siguiendo con lo anterior, este ensayo sugiere que “El sitio…” puede ser observado como un punto de partida inmejorable para analizar al menos dos cuestiones de interés y que remiten a las condiciones históricas de emergencia de la nueva escena artística chilena. En primer lugar, se problematiza la práctica misma de la pintura, reflexionando sobre el estatuto del medio en el período post-avanzada. Al respecto, postulo que la producción de Babarovic en los 90 restituiría la disciplina en su vertiente más tradicional (el marco, el figurativismo y la manualidad), de tal forma, su obra contravendría aparentemente las operaciones que precipitaron la crisis de la pintura en las décadas anteriores. No obstante, como se verá, la autora continuará deliberando, en sintonía con las propuestas de artistas precedentes pero desde una óptica bien distinta, sobre los alcances del medio entendido como proceso material de producción y, particularmente, el lugar de la imagen pictórica en una visualidad contemporánea que trasciende lo local. En segundo término, se piensa el contexto en que se ejecutó este mural, puntualmente, en lo relativo al sistema del arte. Sobre esta arista, el ensayo postula que la obra se produjo en medio de un proceso de reconfiguración del campo artístico, lo cual, sin duda, quedó inscrito o al menos afectó la ejecución y gestión del proyecto pictórico acá revisado.
Pero, ¿cómo se reconfigura esta escena?, ¿cuáles fueron los pormenores de la reanimación del alicaído sistema del arte chileno tras los largos años de dictadura cívico militar? Para responder a estos cuestionamientos, el texto se enfocará en dos factores angulares que se revisarán a continuación: por un lado, la institucionalidad, los espacios de circulación y las políticas culturales de los 90, y por otro, la composición discursiva -específicamente crítica— de la escena postdictadura.
Institucionalidad artística, espacios de circulación y políticas reparatorias
Hay que aclarar que la restitución de la institucionalidad durante los 90 fue muy paulatina, a veces casi imperceptible para los propios agentes del arte, debido a la radicalidad del arrasamiento que dejó como herencia la dictadura. Pero lo cierto es que este proceso presentó varias aristas: la reposición del Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) y del Museo de Arte Contemporáneo de Santiago (MAC) como espacios de validación e inscripción artística para la producción contemporánea, el replanteamiento crítico de las escuelas de arte y la apertura de nuevos espacios de enseñanza,7 la entrada a la academia de algunos miembros de la escena conceptualista de los 70-808 –y en ese sentido, la academia como un espacio de circulación de su herencia9—, la creación en 1992 de fondos estatales para el desarrollo artístico (Fondart), la reformulación de los sistemas editoriales universitarios de carácter programático, la fundación de un espacio de exhibición de arte contemporáneo financiado por el estado (Galería Gabriela Mistral, 1990) y la reapertura, en 1991, de una institución artística eminentemente política y de orientación socialista, como el Museo de la Solidaridad Salvador Allende, entre otros.
En buena medida, esta re-institucionalización del arte se planteó en términos reparatorios, es decir, con políticas o medidas culturales tendientes a revertir el desmantelamiento institucional perpetrado por la dictadura militar en museos, academias, espacios culturales y editoriales. Este arrasamiento confinó a la institucionalidad artística a un socavamiento económico insondable, pero más grave aún, deshabilitó drásticamente su significancia para el arte y la cultura, cancelando su rol garantizador y articulador de participación e intercambio entre los distintos agentes del campo. Más bien, la institucionalidad se organizó como un lugar de exclusión y amenaza para la mayor parte de ellos.10 En esa senda reparatoria, puede citarse el caso de los Fondos de Desarrollo de la Cultura y las Artes (conocidos como Fondart),11 los que fueron creados, según asegura su primera directora Nivia Palma, por artistas y actores ligados al mundo cultural quienes, involucrados en el proceso político de transición hacia la democracia, plantearon la necesidad de contar con recursos y apoyo estatal para asegurar la libertad de expresión y la lucha férrea contra la censura.12 No obstante, los Fondos de Cultura pueden ser vistos como un ejemplo paradigmático de las políticas de un estado que buscó revertir, con entusiasmo pero también con una buena cuota de mezquindad, las prácticas opresivas que, en el pasado inmediato, él mismo propició y que erosionaron indeleblemente el arte y la cultura en Chile.13 La política cultural quedó ceñida, en buena medida, a la adjudicación de dineros que año a año favorecían a un número reducido de proyectos: aquellos que, haciendo maniobras retóricas y presupuestarias lograban ajustarse a los requerimientos e intereses del aparato cultural oficial. Un caso donde pueden observarse las repercusiones de esa política reparatoria, podría decirse, “residual” en la práctica artística es precisamente el proyecto mural de Babarovic y Jarpa.
Pese a los esfuerzos, la nueva generación observó que la reinvención de la institucionalidad en los primeros años de democracia no lograba dejar atrás el lastre histórico de una oficialidad espuria, al servicio de los intereses del poder político más que de los del propio arte. Pero eso mismo, no resulta fortuito que una de las primeras políticas culturales del recién estrenado gobierno democrático haya sido la apertura de una galería pública, la Gabriela Mistral (1990),14 dedicada a la circulación e inscripción de arte emergente; una propuesta que irrumpió desvinculada de la carga simbólica e histórica de los espacios oficiales tradicionales. Esta galería pública cumplirá, por cierto, un rol gravitante en la constitución de la nueva escena.15
De manera que el reposicionamiento de la institucionalidad artística en Chile fue a todas luces conflictiva. Se suma a lo anterior un actor nada nuevo, pero ahora con una presencia palmaria para la práctica emergente: el mercado. Son los artistas quienes diagnostican tempranamente que ni los espacios oficiales ni los comerciales, que poco a poco irán emergiendo en el circuito, logran identificarlos. Son ellos mismos junto con otros agentes y colaboradores quienes, desde la segunda mitad de la década, se convertirán en autogestores de sus carreras, trabajando colectivamente para generar plataformas de exhibición y circulación alternativas.16 Es el caso de Galería Chilena (1997),17 Hoffmann’s House (1997),18 Galería Metropolitana (1997)19 y Muro Sur (1999).20 La emergencia de este tipo de proyectos puede ser observada, entre otras cosas, como una reacción táctica frente a la expansión del mercado.
Los propios artistas pujarán por una incipiente diversificación de los espacios de difusión y recepción artística, con prácticas de autogestión que marcarán la última parte de la década. No obstante, es importante puntualizar que las instituciones oficiales, como el MAC y en especial el MNBA, igualmente lograrán relocalizarse como plataformas relevantes de visibilización y validación para los nuevos –y no tan nuevos—artistas, incluso aquellos que manifiestan abiertamente su rechazo y voluntad de sobreponerse al desamparo institucional que experimentan tanto en el ámbito público como en el privado.21 Es en este campo de tensiones, entre un circuito oficial -que aún encarna un pasado demasiado vivo— e instancias alternativas -cuya continuidad es, la mayoría de las veces, ingarantizable-, que el arte de la nueva generación se va posicionando.
La composición (discursiva) de la escena emergente
Al revisar los textos críticos y las propuestas curatoriales de estos años llama la atención una cierta insistencia e incluso urgencia por delinear la fisonomía de esta nueva escena, sus alcances y su inscripción, como una de recambio tras el dilatado predominio de la Avanzada. Ansiedad por la configuración de un aparato discursivo que pareció responder al menos a dos cuestiones: primero, la necesidad de dar vuelta la página y constatar el comienzo de un nuevo capítulo del arte contemporáneo en Chile, que se condecía, asimismo, con una nueva etapa de la historia reciente del país. Y segundo, y tomando como parámetro de validación lo efectuado por la Avanzada, recaía sobre la estrenada crítica la exigencia de dar forma a esta otra escena vinculando, como ocurrió con ciertas escrituras precedentes, discursos y prácticas artísticas en un lazo estrecho, aunque también algo asfixiante.
Ahora bien, ¿a quiénes se consideró como parte de esta generación de relevo y bajo qué modalidades discursivas se produjo su afianzamiento como colectivo? Esta escena presenta, como toda, una textura bastante compleja ya que las diferentes escrituras tendieron a “suturar” distintos grupos etarios: por una parte, aquellos artistas más tangenciales a la Avanzada, que completaron su formación todavía en dictadura (como Alicia Villarreal, Carlos Montes de Oca, Pablo Rivera y Nury González) y, por otra, los más nóveles, recién egresados de las escuelas de arte a comienzos de la década (entre los de mayor circulación destacan Mario e Iván Navarro, Natalia Babarovic, Mónica Bengoa, María Victoria Polanco, Cristián Silva Soura y Voluspa Jarpa).
Los artistas del primer grupo ocuparon un lugar fronterizo, de contacto con la escena anterior pero tendiente hacia esta zona más emergente, mientras que varios de sus coetáneos quedaron “cautivos” en una suerte de umbral intermedio. Su presencia histórica en el arte local quedó asociada a una “zona fantasma” (tal como la autodenominaron), que nunca logró fijarse del todo. En 1996 tuvo lugar la exposición homónima en Galería Gabriela Mistral, cuya curaduría fue diseñada por los artistas Carlos Montes de Oca y Manuel Torres.22 En dicho guion se aprecia lo que para muchos explicaría esta indeterminación, una postura algo confusa y no resuelta respecto de la Escena de avanzada:23 “Nuestro intento ha sido ficcionar un cuerpo generacional para un bloque disperso de productividad de avanzada en la historia reciente de las artes visuales chilenas”, y prosiguen: “dar cuerpo a esta zona de producción nos permite hablar de una generación ad portas que reúne fragmentos de un espejo no constituido, continuando el legado de la obra anterior”.24 Una generación post-avanzada que se sintió interpelada a convertirse en la continuadora nata de la herencia conceptualista y experimental, pero que, al mismo tiempo, reconoció su disociación y su actitud oscilante.
De este modo, la crítica y los posicionamientos discursivos asumieron la producción de los artistas más jóvenes de los 90 como síntoma del verdadero recambio en las artes visuales contemporáneas. Planteo que su inclusión en el diagrama crítico habría posibilitado el desplazamiento desde una zona fantasma o umbral hacia una zona de plástica emergente, decididamente novedosa y auténtica.25 Su aparición en el mapa y los efectos de inscripción en el circuito posibilitarían, entonces, hablar de un “recambio” en el arte contemporáneo chileno. Finalmente, a este grupo de artistas jóvenes de la primera parte de los 90 le seguirá precipitadamente otro numeroso contingente –levemente más novel— que enriquecerá y consolidará hacia finales de la década y comienzos del nuevo siglo el renovado escenario del arte chileno, con su multiplicidad de tendencias y propuestas.26
La (auto)composición de la crítica y sus efectos de inscripción
Como se ha señalado, durante la primera parte de la década se produce, asimismo, un recambio discursivo que busca visibilizar e inscribir a esta nueva generación “híbrida”. Aquí toma posición el crítico y curador Justo Pastor Mellado, quien también transita entre la escena anterior y la emergente, al que se sumarán otros exponentes más noveles como Carlos Navarrete, Guillermo Machuca y Gonzalo Arqueros. Aunque obviamente no son los únicos nombres en este panorama de renovación de la escritura crítica,27 son principalmente ellos quienes se dan a la tarea de componer la “fisonomía” de la nueva escena artística.28
La hipótesis que al menos Mellado y Machuca intentan cotejar a partir de las prácticas y propuestas de los 90 es la de la superación por la vía de la filiación. Es decir, que esta escena se conforma reconociendo filiaciones formales con la Avanzada, pero a la vez, estableciendo y reafirmando su autonomía. Machuca escribe: “La producción artística más reciente en Chile ofrece una serie de rasgos específicos que la desmarcan de los periodos precedentes”.29 Según el crítico, estos se fundamentarían en la pluralidad y diversidad tanto de temas como de formas y técnicas empleadas, lo cual conllevaría una resistencia a su determinación histórica en tanto generación. No obstante, hay algo que condensaría o anudaría estas prácticas tan diversas y alternas a una categorización generacional, según Machuca, “las profundas modernizaciones tanto formales como teóricas implementadas por el arte crítico-experimental durante la dictadura sirven como referentes obligados a la hora de establecer los rasgos que componen la escena de las artes visuales de estos últimos años”.30 Por su parte, Mellado elabora retóricamente la unidad y el carácter inédito del recambio: “La articularidad de procesos próximos de observación, diagnóstico y construcción de obra, hacen pensar efectivamente en la existencia de un bloque estructurado” y, continúa, “en la diversidad de [sus] experiencias hay una fuerza de conectividad que no se había dado en varias décadas”.31
Como puede desprenderse, para ambos autores lo que caracteriza a esta nueva escena no es una cuestión generacional, sino el salto formal. En sus escritos, Mellado intenta comprobar las filiaciones formales de esta escena respecto de las propuestas conceptualistas y experimentales de las décadas precedentes y, sobre todo, analizar las reverberaciones y resonancias en una práctica que se vuelve múltiple y diversa.32 Lo verdaderamente significativo para el crítico es que la producción de los 90 respondería a prácticas de cruce y frontera propiciadas por la expansión conceptual, técnica y procesual de la escena anterior. Sin embargo, como se verá a partir de la obra de Babarovic, el modelo taxonómico de Mellado no toma en cuenta la multiplicidad y variedad de referentes que los artistas de esta época están tensionando en sus obras, tanto del arte como de otros sistemas de producción visual y cultural, de diferentes periodos y contextos.
Por lo señalado, me aventuro a plantear que este modelo crítico tiene en realidad un rendimiento histórico. La ansiedad que en ocasiones se filtra en esta escritura responde al deseo de posicionar la idea de que una “pequeña tradición” del arte contemporáneo en Chile por fin se constituye. Es en la escena de los 90 donde decantaría el proceso de ruptura formal y de reflexión sobre el propio arte entendido como proceso material de producción, iniciado, a juicio de Mellado, en los años 60, y que encuentra su punto más alto con la Escena de avanzada. De este modo, con la inscripción de los artistas de los 90 sería posible dar sentido y dirección a los derroteros seguidos por el arte contemporáneo en el contexto local. Así, el movimiento estratégico de Mellado será desplazar el discurso crítico que acompaña la emergencia de las obras hacia un relato histórico de inscripción (y auto-inscripción).
Pero para completar su constitución, la escena emergente debía emplazarse además en la arena internacional. Esto implicaba, por cierto, asegurar su contemporaneidad instalándose como un conjunto de artistas que planteaban problemas y propuestas que desbordaban lo meramente doméstico. Los jóvenes exponentes de los 90 comenzarán a circular en espacios internacionales desde muy temprano. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la muestra colectiva Estética de la dificultad33 en el CAYC de Buenos Aires (1993) o del colectivo Jemmy Button Inc.34 en La XI Mostra da Gravura de Curitiba (1995).35 Los envíos oficiales a bienales, los concursos internacionales y las muestras colectivas e individuales en el extranjero, se harán cada vez más frecuentes durante la década, buscando posicionar al arte reciente de Chile en el mapa latinoamericano36 y mundial del arte contemporáneo.
Pero el anhelo de emplazar el arte chileno en los circuitos del extranjero no solo surgió como una necesidad del sistema artístico local, sino que también fue parte de las estrategias globalizantes que irrumpieron con fuerza en el mundo del arte desde los 80 y que sobrepasaron lo acaecido en los contextos nacionales e incluso regionales. Como ha señalado Hans Belting, hacia finales de la década, se despertó un interés en centros artísticos por el problema de exponer y coleccionar el arte de “otras culturas”.37 Un hito en la materialización de ese interés fue la muestra Magos de la tierra en el Centro Georges Pompidou en 1989.38 Revisiones como estas postulaban la ampliación de las tradicionales dicotomías que definían el mundo desde la modernidad (occidental/no occidental, centro metropolitano/periferia colonial, Primer mundo/Tercer mundo), de modo que hacia 1990 ya era factible sostener la idea de un nuevo orden mundial, donde la noción fundamental era la de globalización. Lo que planteo es que Chile no fue ajeno a estas dinámicas globalizantes de fines de siglo, como parte de una corriente que puso a América Latina en foco, y es precisamente en el escenario artístico de los 90 donde esto se hace visible.
Retomando el tema de las instancias exhibitivas que sirvieron como marco para la composición discursiva de la nueva escena, hubo al menos tres de ellas que abarcaron, cada una, los tres niveles territoriales que aseguraban su plena inscripción. Todas tomaron lugar en 1997 y en todas participó Mellado como curador o colaborador: 1. La I Bienal de Arte Joven, que generó su visibilización como conjunto en el circuito local; 2. La I Bienal del Mercosur, en que el arte contemporáneo chileno se insertó en el diagrama latinoamericano; y 3. La exhibición colectiva Prospect and Perspective. Recent Art from Chile, curada por Beberly Adams en el Museo de Arte de San Antonio (Texas), donde se completó la ficción de un arte emergente con vocación internacional. Es así como se articuló discursivamente esta escena de recambio para las artes visuales chilenas, a casi una década de la publicación del emblemático texto de Nelly Richard, Márgenes e Instituciones (1986).
La producción artística en el nuevo escenario y los reposicionamientos de la práctica pictórica
Como ya se ha planteado, en este escenario se dan cita un número importante y muy diverso de tendencias artísticas que prosiguen caminos experimentales y conceptuales abiertos por las escenas de los 70 y los 80, pero también otros que dialogan sostenidamente con propuestas ya problematizadas en circuitos internacionales. Así, lo objetual se convertirá en un elemento medular en el trabajo de artistas como Alicia Villarreal y Carlos Montes de Oca y, asimismo, la instalación cobrará un lugar importante, por ejemplo, en la obra de Mario Navarro. Las investigaciones sobre las relaciones entre imagen, palabra y espacio se activarán en propuestas resituadas de un arte conceptual cifrado en el lenguaje, en la obra de Paz Carvajal y Cristián Silva Soura. Por su parte, Iván Navarro y Pablo Rivera pensarán la escultura y la relación volumen-espacio desde una óptica contemporánea, alejada de los recursos formales tradicionales. Si bien nada de esto resulta particularmente novedoso u original para el arte contemporáneo chileno, lo que se constata en las escenas locales de los años 90 es una sistemática y decidida ampliación y variación del registro de materiales, recursos formales, técnicas y procedimientos implicados en la producción artística; como también de los temas y problemas formalizados en las obras.
El arco de propuestas artísticas se amplía y diversifica. Por ejemplo, y en continuidad con lo efectuado años antes por artistas como Catalina Parra, se reivindica el uso de recursos y técnicas manuales asociadas a lo que comúnmente se denominó “oficios domésticos” como hilvanar, tejer, bordar, cortar y confeccionar, modelar, etc. Es decir, actividades que requieren de cierto cuidado y pericia manual y que tradicionalmente se asociaron a los modos de producción artesanal. En esa línea se encuentra el trabajo de Mónica Bengoa, Ximena Zomosa, Magdalena Atria y Nury González quienes en muchos casos reivindicaron la experiencia sensorial e incluso la fruición frente a la obra de arte –forma de recepción que, en general, la escena experimental de los años 70 y 80 impugnó abiertamente—, pero que, debido a la complejidad de las operaciones visuales, demandan bastante más que la supuesta inmediatez sensible o intuición directa de lo artístico. En otras palabras, a diferencia de la Avanzada, estas exponentes de los 90 se propusieron continuar explorando el reconocimiento crítico de los sistemas de representación y producción cultural, cotejándolo, sin embargo, con la seducción a nivel sensorial que gatilla el uso de ciertos materiales y las modalidades de su agenciamiento.
Otro elemento bastante transversal a las prácticas contemporáneas de los años 90 fue la expansión en el uso de la fotografía. En las décadas precedentes la imagen técnica, como práctica y discurso, había entrado con contundencia al terreno de las artes visuales, aunque también con cierta controversia.39 En los 90, el medio fotográfico se ha integrado plenamente al terreno de las artes visuales. Quizás, y esto es algo que quedará para el debate, lo que ocurre en la última parte del siglo XX es que el carácter indicial de la fotografía –en tanto registro y como recurso visual que tiende a elevar los índices de documentalidad de las imágenes— se matizará con otros aspectos que cobrarán protagonismo: el estudio de sus características y singularidades mediales en el cotejo con los medios tradicionales, como, asimismo, la pregunta por su lugar en una economía visual caracterizada por la masificación del aparato fotográfico. Así, en las investigaciones de Mónica Bengoa durante los años 90, la fotografía se puso en tensión con medios manuales como la pintura, la escultura y el grabado e, igualmente, se pensó en relación con sus formatos y disposiciones espaciales. Sobre esto último, la artista sacó rendimiento tanto a los usos domésticos del medio, en la asequibilidad favorecida por la expansión social de la cámara,40 como a la apropiación de recursos fotográficos visibles en la publicidad. De la misma forma, en esta época la relación entre imagen técnica y medio pictórico, con sus diálogos y reverberaciones, tendrá una presencia particularmente gravitante en la obra de Natalia Babarovic. De la mano del trabajo de esta pintora, se producirá en los 90 una sintonía entre los problemas artísticos locales y los elaborados coetáneamente en otros contextos, por ejemplo, con la producción pictórica del alemán Gerhard Richter y de los británicos David Hockney y Francis Bacon. Volveré sobre este asunto en próximos apartados.
Diagramas posibles para la práctica pictórica de los 90
Antes de efectuar una cartografía de la práctica pictórica de los 90, propongo referir brevemente a algunos problemas que se abrieron durante los 70 y 80 en relación con este medio. Aquello, con el fin de comprender más cabalmente el lugar que ocuparon ciertas propuestas pictóricas, especialmente la de Natalia Babarovic, en el contexto artístico de los primeros años de la postdictadura. Si bien no es posible ahondar acá en los asuntos, complejidades y tensiones que la pintura instaló en el diagrama visual del arte chileno al calor de la Escena de avanzada, se fijarán algunas ideas puntuales para pensar, sin confinarla a sus antecedentes, la situación del medio pictórico en este nuevo escenario.
Como ya ha sugerido Ana María Risco,41 en Chile el arte de vertiente conceptualista y la pintura no habrían experimentado el distanciamiento radical que se constató en otros países de América Latina.42 Así, el conceptualismo chileno que se dio cita en los años 70 y 80 no tuvo como fundamento el aniquilamiento de la pintura en sí, sino su cuestionamiento y su replanteamiento como sistema visual y procedimental, esto, con la finalidad de dotar al medio de un estatuto crítico que había perdido o que no se ajustaba a la crisis de la realidad. En esa línea, se encontrarían las rupturas propiciadas por la obra de Eugenio Dittborn, Carlos Altamirano, Gonzalo Díaz, Francisco Smythe y Juan Domingo Dávila, quienes no negaron, sino más bien realizaron un corrosivo desmontaje del medio pictórico tradicional, y de lo que histórica y simbólicamente “representaba” la pintura en Chile, como sistema visual y como práctica inserta en el entramado cultural, especialmente en el contexto dictatorial.43
Ya en los años 80, se desencadenó una suerte de polarización de la pintura. Hacia mediados de la década apareció en escena un grupo de artistas denominados “Promoción ochenta”,44 que demandaba una pintura deliberadamente no intelectual y más expresiva. Esta opción subjetiva, gestual y “accidental” de la práctica pictórica –que veía un referente en las reivindicaciones neoexpresionistas de la pintura italiana y estadounidense de la primera parte de los 80— buscaba despojarse deliberadamente de la “hegemonía del conceptualismo y de la tiranía del texto especializado”.45 En ese sentido, estos artistas se mostraron reacios al escoltamiento y sumisión de las obras a escrituras y aparatos teóricos que las relegaban a un segundo plano, abogando por una experiencia de recepción más genuina, espontánea y directa.
Frente a esta actitud algo maniqueista que tiñó la práctica de los 80, durante los 90 se abrieron otros frentes para pensar situadamente el estatuto contemporáneo del medio, que no respondían a un conceptualismo riguroso, pero tampoco a los desbordes gestuales de la pintura expresiva. Un caso interesante fue el de Arturo Duclos, quien en su etapa más temprana se plegó a la exploración de opciones más conceptualistas en el arte, participando en varias muestras y publicaciones junto a miembros de la Escena de avanzada.46 En cierto sentido, durante los 80 su obra se constituyó como un lugar para pensar estelas de las propuestas formales abiertas por la generación anterior. No obstante, en la década de 1990 Duclos desarrolla una pintura “fría”, de signos seriados, desactivados y vueltos ornamentales; imágenes que recuerdan las etiquetas de productos de consumo y donde se integran, a la vez, lo gráfico y lo objetual. Para el artista, la pintura era, entre otras cosas, un medio para desafiar el carácter obturador y hegemónico que había adquirido el conceptualismo en el escenario local, “sus intrigas y luchas de poder”.47 La de Duclos sería, para Federico Galende, una “devoción estratégica” por la pintura,48 una táctica para tomar distancia de las coyunturas de campo, exhibiendo, quizás, los primeros signos del agotamiento del conceptualismo “inaugural” del arte chileno.
Ahora bien, durante los años 90 puede constatarse que la pintura volverá sobre el desmontaje teórico e histórico de la que fue objeto en las décadas anteriores, sin embargo, se situará en un nuevo escenario donde las aperturas en términos formales, procedimentales, materiales y temáticos desencadenados por la escena conceptualista irradiarán en un espectro de problemáticas amplio y diverso. En este sentido, resulta dificultoso establecer líneas taxonómicas para comprender las tensiones que se dieron en torno al medio pictórico, ya que cualquier ejercicio de esta naturaleza implicará reduccionismos y omisiones. Pero, por otra parte, es sugerente proponer un diagrama abierto para comprender el estado de la práctica pictórica en lo que he llamado un campo o sistema del arte en reconfiguración.
En el catálogo de la muestra Cambio de Aceite, la primera en pensar un panorama de la pintura chilena desde 1980 a 2000, algunos de los autores que allí colaboran (Machuca, Mena y Arqueros) intentan dar cuenta de los derroteros que siguió la pintura tras la década de los 70 y comienzos de los 80, cuando el medio experimentó su momento crítico más intenso. Sobre el tramo atendido por la curaduría de la exhibición, se aprecian distintas propuestas y entradas para aproximarse a las prácticas de estos años,49 lo cual puede ser sintomático de la gran complejidad y heterogeneidad de este repertorio de la pintura chilena postavanzada. No obstante, tanto Machuca, como Mena y Arqueros, advierten que si existe algo transversal a ellas sería el ahondar desde una perspectiva conceptual, material, iconográfica e institucional en el desbaratamiento disciplinar detonado por el escrutinio conceptualista que, debido a su hondura, transformó la pintura sin posibilidad de retorno. En ese sentido, Arqueros sugiere que si algo caracteriza a los exponentes de esta época, es que se identifican primariamente con el medio pictórico e “intenta[n] “hacer algo a la pintura”, pero (…) siempre “desde” la pintura”.50
Así, esbozando una suerte de cartografía para observar e identificar las diversas tendencias que tomaron lugar durante estos años, habría que señalar que tempranamente se produjo una reconfiguración de la pintura figurativa, retiniana, esto es, una “vuelta al cuadro” y al marco como límite (en Babarovic, Jarpa, Alejandra Wolff y Josefina Guilisasti). Paralelamente, se dio de forma sostenida una revisión crítica del aparato gráfico y especialmente de las iconografías de la cultura de masas y de la industria cultural (en Duclos y Manuel Torres y más tarde en Bruna Truffa, Rodrigo Cabezas, Marcela Trujillo, entre otros). Asimismo, durante toda la década, la pintura continuó interrogando sus límites y extensiones a partir de vínculos con el collage y lo objetual (en Rodrigo Vega, Pablo Langlois y Félix Lazo) y también en relación con el espacio y los sitios de emplazamiento, bajo las premisas de la instalación (en las obras más maduras de Enrique Matthey y en la de los nóveles Catalina Donoso y Sebastián Leyton). Hacia el final del periodo tuvo lugar una reanimación de la pintura abstracta, desde la óptica de los sistemas industriales de producción de imágenes seriadas y de uso doméstico (como los papeles murales y de envoltura de Patrick Hamilton y Marixtu Otondo) y de la apropiación pictórica, no icónica, de espacios públicos y cotidianos (Cristián Silva-Avaria).
También resulta interesante mirar este repertorio desde asuntos materiales y procedimentales vinculados al medio pictórico, que serán atingentes a varias propuestas. En primer lugar, se constata una experimentación con soportes no tradicionales, tanto bidimensionales como tridimensionales, siendo un antecedente la pintura sobre huesos que Duclos realizó en “La lección de anatomía” (1983) y algunas de sus pinturas sobre frazadas, etc. Así, los artistas de los 90 incorporarán materialidades inusuales y en ocasiones “poco nobles” como mantas y cortinas (Jarpa), papeles murales y otro tipo de estampados seriados (Hamilton) y materiales manufacturados como plumavit, cholguán y micas transparentes (Otondo e Ignacio Gumucio). En esa misma línea, será recurrente la incorporación de un “pantone” provisto por la industria, particularmente de pintura látex y spray.
En cuanto a los procedimientos, el medio se verá afectado por recursos técnicos que actuarán fundamentalmente sobre la materialidad del soporte y cuya proveniencia se encontrará en los oficios u otras actividades manuales: suturar, ensamblar, segmentar, descomponer, etc. (visible en los trabajos de Langlois y María Victoria Polanco). Se detonará en cierta práctica la emergencia de lo rudimentario, lo inapropiado, así como también lo saturado, lo viciado y la torpeza manual deliberada. Pareciera que hubiese una insistencia programática por incomodar al medio pictórico, por interrumpirlo, indefinirlo o, incluso, travestirlo.
Por su parte, y aunque resulta difícil establecer líneas temáticas puesto que éstas se expandieron considerablemente, la pintura vuelve insistentemente sobre iconografías y motivos de identidad nacional, reubicándolos con parodia en el contexto del arte. Dichos símbolos patrios, circulando en los medios de masas y en las etiquetas de productos de consumo, se insertan de modo distorsionado e impertinente en un espacio pictórico “profanado” por el mercado. Se gatilla la identificación entre símbolos de identidad nacional e íconos de consumo bajo la apariencia común de lo prosaico o más bien, de lo “pirata”. En las obras de Manuel Torres de la década anterior y en las del colectivo Truffa+Cabezas, de Marcela Trujillo y de Víctor Hugo Bravo en los 90 se verificará de manera patente lo anterior. Se suma a ello la pregunta por los hibridajes y mestizajes culturales y visuales en obras que yuxtaponen y hacen convivir formas e íconos provenientes de contextos y medialidades muy diversos (en Carolina Bassi y Álvaro Oyarzún). Además, la pintura de este periodo examinará la activación contemporánea de géneros tradicionales como el paisaje, los acontecimientos históricos, el retrato y el tópico del taller del artista; todos ellos problematizados en el trabajo de Natalia Babarovic.
El “sitio” de la pintura en la obra de Natalia Babarovic
Un primer acercamiento a la obra de Natalia Babarovic lleva a pensar en una rehabilitación de la pintura entendida en términos tradicionales: en tanto objeto artístico único y transable (cuyo límite es el marco), como procedimiento manual y demanda técnica y como representación figurativa y retiniana de géneros, temas y motivos modelados y difundidos por el propio medio en sus tránsitos históricos. Como bien se presume, esta “restauración” del medio pictórico traería aparejada también la restitución de los valores tradicionales del arte, históricamente –aunque no únicamente— encarnados y transmitidos por la pintura (autoría, creatividad, originalidad, unicidad, entre otros). Podría argumentarse que, en efecto, algo de esto hay en la obra de una artista que ha insistido en el medio pictórico, que ha explorado incansablemente “el cuadro” o la pintura como “unidad de campo”,51 una artista que, como sostiene Bruno Cuneo, “nunca dejó de pintar cuando todo el mundo hacía otra cosa”.52 Sin embargo, lo anterior no implica que Babarovic haga caso omiso de las rupturas, desmontajes y crisis que experimentó la pintura en años previos, tanto en Chile como en otros contextos artísticos. En esa línea, ¿cómo es posible entender una práctica que desde el propio territorio “sitiado” produce la reivindicación y, a la vez el apremio del medio y la tradición pictóricos? La obra de esta autora se presenta, quizás, como un lugar privilegiado para pensar esta conflictividad en el ámbito de la visualidad contemporánea, “contribuye[ndo] al pensamiento crítico del medio sin refutarlo”.53
En los años 90 Babarovic desarrolló, entre otras cosas, pintura de retratos, escenas históricas y vistas de paisajes. En la mayoría de los casos el recurso o modelo visual utilizado fueron tomas fotográficas, efectuadas por ella misma o recuperadas de diferentes lugares.54 Aunque imágenes bien distintas entre sí, las pinturas de Babarovic tienen una impronta particular de la cual ya han dado cuenta varios de sus comentaristas: provocan un efecto de ambigüedad y extrañeza,55 tienden a lo que habitualmente causa indiferencia, no suscitan sobresaltos,56 tampoco enfatizan57 y los elementos que allí concurren obstruyen más que develan. Estos efectos visuales son provocados, en buena medida, por el modo en que la artista utiliza el medio técnico como referente pictórico: sus pinturas no representan o versionan imágenes fotográficas sino que son ante todo divagaciones efectuadas a partir de fotografías.58
Bruno Cuneo ha puesto la obra de Natalia Babarovic en la órbita de pintores contemporáneos que utilizan los medios técnicos de la imagen como referente de sus obras, entre ellos, Gerhard Richter y David Hockney. Para Cuneo, la pintura de estos artistas, incluyendo la de Babarovic, cuestiona la posibilidad de una experiencia visual directa de la realidad, ya que en el contexto contemporáneo la percepción “está habituada a los aparatos de reproducción mecánica del mundo”; así “la pintura (…) no puede seguir siendo una encarnación de la visión interior del pintor, fecundada por una observación paciente de la naturaleza (Balthus), sino de la reproducción mecánica de la realidad, que es nuestra única naturaleza”.59 Asimismo Belting, leyendo a Flusser, expresa que a través de la fotografía el sujeto internaliza el mundo fenoménico, del tal modo, “encontrarse en el universo de la foto significa tener la vivencia del mundo en función de fotos”.60
Sobre esta experiencia ha indagado sostenidamente la pintura de Gerhard Richter, de forma específica, preguntándose por el lugar que, en el contexto contemporáneo, ocuparía la pintura en la representación de la historia. El alemán ha sostenido que el acceso a la experiencia histórica reciente solo se produce por las mediaciones que impone la imagen técnicamente (re)producida y, en ese sentido, su trabajo discute el modo en que el medio pictórico podría intervenir en los procesos de reflexión crítica sobre la memoria del pasado.61 Pero los cotejos entre historia y representación que se debaten en la pintura de Richter no refieren tanto a hechos políticos o sociales como principalmente a cuestiones de orden cultural. Belting ha traído a colación lo planteado por Régis Durand, sosteniendo que las fotos utilizadas por Richter “lo liberan del peso de la experiencia personal y lo hacen partícipe de una historia colectiva de la percepción contemporánea”.62
Por su parte, y aunque Babarovic ha incursionado de forma más bien acotada en las temáticas y motivos de la historia colectiva local y se ha ocupado particularmente de épocas fundacionales del contexto chileno (comienzos del siglo XIX), su obra igualmente ha puesto a operar las interacciones entre imagen técnica y medio pictórico para pensar la representación contemporánea de los hechos del pasado. En ese sentido, también atiende a una historia de la mirada planteando que no solo la reciente sino toda experiencia sobre el pasado ha sido transformada retrospectivamente bajo la óptica de la imagen técnica.
“El sitio de Rancagua”: pintura contemporánea y variaciones de la historia
Entre 1992 y 1994 Natalia Babarovic junto con Voluspa Jarpa emprendieron un proyecto de proporciones. Se trataba de un enorme mural titulado “El sitio de Rancagua”, el cual, ejecutado con financiamiento estatal,63 sería emplazado en la estación de ferrocarriles de la ciudad de Rancagua,64 propiedad del Estado de Chile. El acontecimiento representado era la batalla (o desastre) de Rancagua -hecho medular en los relatos históricos sobre los procesos fundacionales de la república— que se desató el año 1814 en el marco de las guerras de independencia, y que significó la reconquista provisoria del país a manos de la Corona española.
El tratamiento por parte de la historiografía local de este episodio de la historia de Chile no ha estado exento de controversias, debido a las innumerables imprecisiones y las diversas versiones sobre el acontecimiento. Esto ha decantado en interpretaciones muy divergentes y hasta contrarias sobre el verdadero papel que habría desempeñado su principal protagonista, Bernardo O’Higgins, considerado por los discursos oficiales de construcción simbólica de la nación como el libertador de la patria.65 De tal forma, se les presentaba a las artistas el desafío de “poner en tela” uno de los eventos de la historia pre-republicana de Chile más controversiales y con más arraigo en los imaginarios de identidad nacional.
Además de hacer frente a las desavenencias palpables en los relatos sobre el acontecimiento aludido, otra cuestión con la que las artistas lidiaron fue la anémica tradición de pintura de temas históricos en Chile.66 El tratamiento ilustrativista que usualmente se ha empleado para representar este y otros episodios de las gestas independentistas puede observarse en “La batalla de Rancagua” de Pedro Subercaseaux (c. 1900). En esta obra, el autor representa una exaltante escena emplazada en el corazón de la ciudad, llena de gestos, pantomimas, tensión, una atmósfera humeante propia de la iconografía bélica y la figura del héroe como punto de tensión visual hacia el fondo de la composición. Similar tratamiento ofreció el artista a otro cuadro referido al mismo episodio, “Salida de Rancagua” de 1907. Aquí, el héroe patrio avanza napoleónicamente sobre las tropas enemigas para emprender la retirada del campo de batalla. En ambos ejemplos, se observa cómo los recursos de la pintura se disponen para convertir la derrota en gesta, para instalar la ficción de una hazaña libertaria allí donde solo hubo debacle.
Hay que añadir otro dato de interés: un detalle de la última obra de Subercaseaux arriba descrita circuló ampliadamente en los billetes de diez mil escudos antes y durante la dictadura cívico militar,67 pero fue en este periodo que alcanzó una connotación simbólica pregnante. Esto porque la iconografía de O’Higgins y especialmente su imagen sobre el caballo encabritado sorteando la afrenta del adversario, se convertirá en un ícono angular de las maniobras de refundación de los imaginarios nacionales efectuados por el régimen de Pinochet.68
De tal modo, un problema insoslayable para Jarpa y Babarovic fue encarar un tema y motivos históricamente tergiversados e instrumentalizados por los relatos oficiales y la tradición visual canónica. Un primer desafío implicó lidiar tanto con la retórica monumental del acontecimiento épico encarnada en la tradición pictórica, como con el valor icónico e ideológico de su simbolización para el poder político, el cual había tenido su punto más álgido en el recientemente “prescrito” régimen militar. A lo anterior se sumó otro escollo, esta vez desde el propio lugar del arte y de una práctica artística situada: la voluntad de repensar el medio pictórico tras su desmontaje en las décadas pasadas. Así, poniendo a foco los problemas de la visualidad contemporánea, las artistas se propusieron, primero, la rehabilitación del alicaído género de la pintura de temas históricos en el contexto chileno y, segundo, el reposicionamiento de una representación de tipo figurativa y retiniana removida por su propia crisis. Sobre la complejidad del tema y su peso cultural y sobre el medio empleado y la clase de tratamiento pictórico elegido por las artistas, Merino ha puesto de manera muy clara la cuestión implicada en el mural: “cómo someterse a un cierto formato histórico sin caer en el repudiado anecdotismo; cómo representar (…) el relato de la historia y a la vez mantener vivo el interés pictórico”.69
Medio pictórico e imagen fotográfica: el desmontaje de la historia y sus remanentes
“El sitio…” es un mural compuesto por varios paneles, pero que claramente se encuentra dividido en tres secciones; la primera, realizada por Voluspa Jarpa, quien se ocupó de una escena de interior (el atrincheramiento de los patriotas en la iglesia de La Merced) y de acciones nocturnas (el incendio y saqueo de la ciudad). La segunda, la pintada a “dos manos”, está dedicada al “salto” de O’Higgins, tomando como referente la estatuaria del prócer, pero rehuyendo deliberadamente su figura.70 Y finalmente, se hallan los módulos ejecutados por Natalia Babarovic, donde se representa lo ocurrido en los exteriores de la ciudad y en escenas diurnas, a los cuales nos abocaremos en adelante.
En el panel que representa lo ocurrido en Cuesta de Chada se reconoce un puñado de figuras humanas (sentadas, de pie, montadas) todas ellas ignorando la mirada del espectador, y de animales como caballos y asnos, susceptibles de encontrar en una pintura de batalla. Están emplazados en un paisaje natural, rodeados por el que podría ser el río Cachapoal que actuó, según los relatos, como barrera natural frente a las tropas enemigas. Al fondo se halla un conjunto de cerros de entre los cuales se asoma una gruesa columna de humo. Aunque el personaje del primer plano y el jinete del costado derecho están pendientes de la humareda, quizás atentos a una señal de avance, la escena parece transcurrir con una demora y una calma inexplicables. Tal vez, a causa de la paleta cromática utilizada y por algunas marcas iconográficas como la lanza y el humo, la imagen trae al recuerdo la conocida “Rendición de Breda” (1635) de Velázquez. Este sería, no obstante, su reverso “pobretón” y algo triste, la versión sin gloria ni desmayos de la pintura de historia, protagonizada por personajes anónimos que ni siquiera han vestido para la ocasión.
Algo que llama la atención es que la ejecución de la pintura no traiciona el cariz del objeto que representa, negándose a elevar la dignidad de figuras y situaciones para visar su ingreso al medio pictórico y al género histórico, como asimismo, a adoptar frente a éste una actitud condescendiente y paternal. Así, la imagen es capaz de apelar a una apariencia o una estética tosca, rudimentaria pero desde una práctica que dispone y exhibe el manejo perito del medio. Babarovic va dejando a la vista la factura, el esqueleto de la pintura y sus opacidades. Por ejemplo, no disimuló el retoque que sufrió la modesta y anacrónica lanza que sostiene el personaje del primer plano, como tampoco las modificaciones que realizó al asno de fondo, que no superó el estado de esbozo. Los distintos grados de acabado pictórico permiten una problematización justa entre los elementos narrativos y los recursos formales y visuales. Merino ha dado nuevamente con precisión en este punto: a la artista le interesa “mantener la ilusión representacionalista sólo hasta donde sea necesario”, sus obras “comportan una reflexión sobre la pintura pero también apego a lo representado, y ambas esferas ocupan alternativamente el primer plano en la mirada del observador”.71
La complejidad visual de la imagen antes descrita se verifica también en los procesos de producción del mural.72 En relación con los insumos visuales, estos provinieron de un trabajo con modelos del natural, pero fundamentalmente con fotografías, algunas tomadas por las autoras y otras recolectadas en medios impresos.73 Para Babarovic, la imagen fotográfica resulta de enorme interés porque en ella es posible atisbar la falta, “toda una zona elidida y enigmática que se anuncia a veces a través de unos fantasmas que entran azarosamente a cuadro o se los busca deliberadamente desde dentro: las sombras, los reflejos, las imágenes flotantes, las escenas sugeridas o fugadas, las miradas que reaccionan ante algo que no vemos”.74 Allí se encontrarían las señas, los rastros, la información mínima sobre lo que fue discriminado del espacio de la representación.
En el mural contiguo, de mayor tamaño que el anterior, se ve un conjunto de personajes taciturnos, deambulando por un lugar irreconocible, que parece ser la trastienda de la batalla. Contrario a lo que se observa en las pinturas de Subercaseaux (el fulgor bélico en mitad de la plaza de Rancagua), en la de Babarovic se apreciaría lo que ocurre tras bambalinas, la acción ha sido “desplazada”75 hacia un espacio aparentemente irrelevante. En este sitio ambivalente, entre calle y escenario teatral, es difícil determinar qué hacen o qué papel interpretan los personajes. La artista insiste en situar cuerpos yermos en el primer plano, arrinconando la acción (el interés narrativo) hacia el costado derecho del encuadre, que sólo se aprecia de manera difuminada, como desvaneciéndose. Babarovic ha traído al frente lo que ha sido obliterado y “fondeado”76 de los relatos, representaciones visuales y simbolizaciones del hecho histórico, es decir, la derrota. En su propuesta, eso sí, no hay un afán de denuncia ni de reivindicaciones históricas, su interés radica, más bien, en ensayar modos de representar, en la pintura y bajo una óptica contemporánea, el “fuera de campo” de la historia.77
Los distintos medios recogidos en estas telas, los referentes en la literatura del XIX y los afluentes pictóricos y fotográficos son rastreables en la imagen, su sustrato es visible, pero su integración no es redundante, no se realiza por medio de la yuxtaposición y tampoco del disimulo u homogenización. Por ejemplo, las figuras captadas fugazmente en posturas extrañas, anómalas, que no se ajustan a las convenciones ni a la impronta del género pictórico en cuestión, traen a la memoria lo que Benjamin planteó sobre el inconsciente técnico del aparato fotográfico. La fotografía filtraría a la tela esas poses y gestos no retorizados o más bien reprimidos por la mano del pintor, habituado a retocar los fallos. En efecto, es quizás la presencia de la fotografía en la pintura la que atraería la atención sobre la medialidad de la imagen, aquella presencia interferiría la mirada sobre lo representado poniendo de manifiesto las tramas mediales, o mejor dicho, la autoexpresión del medio.78 Hans Belting ha señalado que esta ambivalencia puede percibirse de manera privilegiada, como una experiencia estética intensa, en (o gracias a) la pintura contemporánea:
la ambivalencia entre imagen y medio ejerce una intensa fascinación a nuestra percepción. (…) Comienza justo donde nuestra impresión sensorial se ve cautivada alternativamente por la ilusión espacial y por la superficie pintada de una pintura. Es entonces que disfrutamos la ambivalencia entre ficción y hecho, entre espacio representado y lienzo pintado.79
Utilizando los códigos propios de la tradición del género histórico –que procuraba el olvido del simulacro para sumir al espectador en la narración, ocultando concienzudamente toda seña de presencia material— Babarovic exhibe la imagen en su virtualidad, ofreciendo a la mirada artificios y procedimientos. Así, en sus incursiones en el terreno del género histórico Babarovic no buscó elevar un relato alternativo al oficial, su pintura, como ha planteado Cuneo, tiene más bien el carácter de remanente, de colección de significantes deshilvanados de un significado perdido, “de esa “historia borrada”, que Natalia Babarovic busca una y otra vez recuperar en sus cuadros”.80 De ahí también el tono fantasmagórico de su pintura.
Una pintura que expone las nuevas condiciones de su emergencia
Retomando lo dicho hasta acá, la principal premisa con la que he trabajado en este escrito supone que a través del estudio de un caso puntual como es la pintura mural de Babarovic, pueden observarse, a la manera de síntomas, las condiciones históricas en que se articula la nueva escena del arte en los primeros años de la postdictadura en Chile. Esto no implica la reducción de la potencialidad de sentido de la obra a la mera ilustración de su contexto, tampoco que este trabajo pictórico sea exclusivamente el que ponga a la vista las transformaciones experimentadas por el sistema del arte en los 90. Más bien, y como ya se ha planteado, este proyecto resulta paradigmático para pensar una práctica artística situada y en interacción con condiciones institucionales, discursivas, materiales y técnicas de emergencia en pleno momento de su reconfiguración.
Así, y a modo de cierre de este extenso trayecto, me propongo explicitar algunas de esas interacciones entre la obra de Babarovic y el nuevo escenario en cuestión, sobre la base de lo que he expuesto en los primeros apartados de este ensayo: la recomposición de la crítica, la rehabilitación de la institucionalidad y de los circuitos de exhibición para el arte contemporáneo y la formulación de una política cultural reparatoria atravesada por la racionalidad mercantil y neoliberal.
Sobre el emplazamiento crítico, se ha advertido acá cómo en el mural sobre el sitio de Rancagua, Babarovic propone una pintura emancipada de la carga que recayó sobre el medio pictórico en Chile luego de su desmantelamiento y reforma en las décadas pasadas. Una pintura que, en esa línea, se desprende también de los reduccionismos que conlleva la noción de filiación como única posibilidad de vínculo artístico con figuras tan “obnubilantes” para la generación de los 90, como fueron algunos miembros de la Avanzada. En esta obra de Babarovic, se observa cómo la práctica pictórica actuó como punta de lanza al denotar una temprana comprensión del arte experimental y conceptualista, interactuando con esas propuestas pero sin buscar el beneplácito de sus precursores. El interés no fue tanto discutir con ese legado sino pensar el estatuto de la pintura contemporánea en una doble situación contextual: en conexión con las corrientes y propuestas internacionales, pero, a la vez, situada críticamente en un escenario cultural específico, el de la post dictadura chilena. Frente a ello, cierta escritura crítica quedó anquilosada en la insistencia de utilizar la filiación como fundamento para la interpretación de las obras de la nueva escena y, consecuentemente, para sostener sobre esa premisa la tesis del acaecimiento de un nuevo capítulo del arte en Chile. Así, el caso de la pintura de Babarovic muestra cómo en los 90 se originaron gruesos descalces entre prácticas emancipadas y discursos anacrónicos.
En segundo lugar, sobre la institucionalidad artística, los circuitos de exhibición y los agentes que componían el particular entramado social del arte de los años 90, planteamos que el mural de Jarpa y Babarovic dialoga e interactúa, sin llegar a convertirse en su tópico medular, con este escenario en recuperación. Tal como en “El sitio…”, elementos fantasmagóricos, reflejos, imágenes flotantes cruzaban un campo del arte que todavía no fijaba con claridad sus bordes. Viejos actores que se rehabilitaban luego de años de anquilosamiento y nuevos agentes, que entraban a escena con mayor nitidez, convivían sin que todavía se definiera cabalmente su lugar o rol en el entramado artístico y cultural. Asimismo, el reposicionamiento del apoyo y auspicio estatal a las prácticas contemporáneas y a artistas nóveles, y la apertura de lugares alternativos para la exhibición permanente y pública del arte en espacios oficiales, más allá del museo, las galerías y las universidades, como fue la estación de trenes de Rancagua, presagiaba un panorama alentador para este proyecto y los venideros. Sin embargo, esta historia tuvo otro desenlace.
Como se ha señalado, “El sitio de Rancagua” fue financiado con fondos públicos para el desarrollo artístico (Fondart). Aunque acá operó, sin duda, el patrocinio estatal, pareciera que el rol de la institucionalidad oficial se agotaba allí, con la entrega del dinero. Esto, porque la producción del mural significó para las artistas importantes esfuerzos en términos de gestión y administración de los recursos, que excedían con creces las meras tareas de ejecución de la obra. Según desclasificó Roberto Merino, Jarpa y Babarovic libraron su propia batalla de Rancagua, esta vez contra los numerosos obstáculos materiales y presupuestarios que contravenían la alta exigencia técnica que la factura y el emplazamiento de la obra demandaban.81 En ese sentido, el mural puede verse como una iniciativa muy propia de su tiempo, ya que, como señaló Mellado, implicó la reactivación de instituciones estatales como promotoras del arte, pero asimismo, mostró su incompetencia en tanto garantes de las condiciones adecuadas para la producción y difusión artística y cultural. La inexistencia de una entidad oficial que se ocupara de “canalizar responsablemente los encargos públicos”82 delegaba a las artistas toda la carga administrativa y de gestión. Puede afirmarse que, bajo estos términos, fue esta una pintura condicionada, aunque no sitiada, por su contexto de emergencia.
A partir de esta experiencia, se observa el tipo de relación que la institucionalidad pública en Chile mantendría en adelante con el arte. El mural representa el abandono fundacional sobre el cual se cimienta el relato heroico de constitución de la nación y es, a la vez, sintomático del desamparo en que se halla el sistema artístico y cultural en los 90 que impacta, sin duda, las circunstancias y escenarios en que se genera el trabajo artístico. Por si fuera poco, el mural pareciera anticipar su propia suerte: el retraimiento del sistema ferroviario en el país, propiciado por las políticas del régimen,83 decantó en el cierre episódico de ciertos trayectos y con ello, de algunas estaciones.84 La pintura encargada en la postdictadura para su emplazamiento en lo que podría denominarse un barbecho institucional tendría como único destino quedar a merced de su propia fortuna, la cual ha decantado en una escasa y esporádica recepción pública, un exiguo interés investigativo y nulas políticas de conservación cuyos efectos son hoy evidentes.85
Más que un asunto ocasional o incidental, el abandono, la presencia fantasmagórica de la institucionalidad oficial responde a una política cultural que se sustenta sobre dos cuestiones que tomaron lugar durante los 90: el carácter reparatorio pero residual de las iniciativas estatales en cultura y la presencia patente del mercado como ente rector. En otras palabras, la deserción del estado se verifica en una política cultural de reparación, de parche, una medida de emergencia frente a la debacle que terminó perpetuándose y concentrándose en lo que conocemos como Fondart. Una política que se restringe al otorgamiento de dinero a través de concursos anuales, y que cifra los estándares de calidad en la capacidad de circulación ampliada de la obra o proyecto, cuyo indicador por excelencia es la audiencia beneficiaria (esto es, volumen y diversidad del público).
Es el modelo de la “cultura como recurso”, según lo ha planteado George Yúdice,86 es decir, una cultura que es financiada siempre y cuando produzca réditos o alguna forma directa o indirecta de ganancia.87 La cultura como recurso en una sociedad es su funcionalización para fines que exceden lo meramente artístico o cultural. Una vez que el estado se ha retirado de su rol como garante, la inversión en cultura debe sustentarse en datos contundentes sobre las posibles utilidades, y para ello se crean indicadores, basados en parámetros económicos, que permiten designar, en un campo en que hay más iniciativas que dinero, a quiénes se les adjudicará el financiamiento. Así, “las instituciones culturales y quienes financian recurren cada vez más a la medición de utilidad” para determinar dónde enfocan su apoyo.88
En el Chile de los 90, el mercado comenzaba a permear el terreno, no solo respecto de los espacios y agentes comprometidos en la transacción económica del arte, sino de forma creciente, en el establecimiento de estándares y criterios de legitimación y valoración simbólica y cultural de imágenes, objetos y hechos artísticos. Evidentemente, la política estatal no quedaría ajena y comenzaría a regirse bajo las pautas dictaminadas por el mercado. Pero lo más devastador no ha sido la adecuación de la política estatal al mercado, sino el devenir la principal promotora del arte entendido como pura mercancía y la intensificadora por excelencia de la precarización del trabajo en cultura.
De todo lo anterior se deduce que los estándares sobre los que se fundamentó la política pública desde los 90, canalizada a través de Fondart, fueron los de la cultura como recurso y los del consumo mercantil del arte. Carlos Pérez ha señalado que “El FONDART es el mecanismo que termina regulando los procesos de producción del campo artístico local”; la formación en arte se limita, por lo tanto, a
adiestrar a su usuario en las competencias para desarrollar expeditamente proyectos concursables (formular planes de trabajo con efecto calculable en términos de mercadotecnia y no en términos de eficacia simbólica). La insignificancia de la producción de arte de las últimas décadas es, entre otras razones, el resultado inevitable de este mecanismo inevitable.89
Tomando como pivote el proyecto artístico de Babarovic, postulo que si bien los agentes, espacios e instituciones de arte comenzaron un proceso expansivo y diversificador en los 90, quedaron a merced de sus propias capacidades, principalmente de las generativas, es decir, del aseguramiento de las mínimas condiciones tanto para la producción como para la circulación, la difusión, la conservación, la investigación y el debate sobre arte. Yúdice ha declarado que “la cultura como recurso implica su gestión”,90 y fueron precisamente las prácticas de autogestión las que vinieron a tapear esa vacante dejada por la retracción del aparato público.
Así, Jarpa y Babarovic debieron cubrir diversos frentes, además del trabajo propiamente artístico que implicó idear y ejecutar una pintura mural de esas características: se hicieron cargo del peso simbólico e histórico del tema a representar y, lidiando con una institucionalidad estatal craquelada por una política cultural tendiente a la mercadotecnia, asumieron la producción y gestión del encargo en todo su itinerario. Por si fuera poco, afrontaron los malestares que el tono oficialista del proyecto ocasionó en algunos sectores del sistema del arte local.91 En otras palabras, no solo la eficacia simbólica, en palabras de Carlos Pérez, sino la propia factibilidad de la obra estuvo en juego al depender casi por completo de la capacidad administrativa y generativa de las artistas. Se infiere de lo planteado por Pérez, que la política tras los fondos de cultura ha intensificado en los últimos años la valoración del artista como gestor de su carrera, dejando en un plano secundario el mérito de su propuesta artística.92
Pero la obra de Natalia Babarovic, desde sus inicios, no ha cedido a estos influjos. Sin dejar de estar en diálogo con este complejo y conflictivo entramado del arte ha hecho prevalecer sus términos, aquellos que ponen por delante una práctica crítica radicada en problemas artísticos y no en las menudencias de campo. Y aunque bien situada y en tensión con su contexto productivo, el trabajo de Babarovic logró también interactuar e influir en un radio más ampliado de propuestas visuales. Como se ha visto, en conformidad con lo que fue una postura epocal frente a la pintura, que trascendió lo debatido en el ámbito doméstico, sus pesquisas contribuyeron a instalar dicha práctica en un lugar tremendamente sugestivo, como un medio de la imagen que siendo muy antiguo era capaz de proponer y elaborar modos únicos de comprender y pensar la visualidad contemporánea de fines de siglo. Babarovic entendió cómo librar las batallas en este cada vez más conflictuado escenario de la postdictadura, donde confluyeron de forma inédita la primacía de la mercadotecnia y el retraimiento del aparato estatal (y, consecuentemente, una rearticulación de los mecanismos institucionales), la ampliación sin precedentes de las posibilidades materiales y técnicas para el arte y una transformación en el sistema de las ideas. Su obra de los 90, y quizás su proyecto artístico más general, es fruto de esos condicionamientos epocales pero también de las posibilidades de su superación. Y quizás lo más loable es que Babarovic pispó con lucidez el estado de la cuestión, cuando recién el sistema del arte en Chile se encontraba, tras la devastación sufrida producto de la dictadura, iniciando un lento y titubeante proceso de reanimación.
Notas
1. Vale señalar que en Chile se llevó a cabo un plebiscito en octubre de 1988 en el que se impuso la opción “No”, es decir, aquella que rechazaba la continuidad del gobierno militar y de Augusto Pinochet al mando del poder. Al año siguiente, se celebraron, por primera vez en 19 años, comicios para elegir democráticamente al presidente de Chile, que dio como ganador a Patricio Aylwin Azócar. Su proclamación se llevó a cabo en marzo de 1990, dando inicio a la llamada “transición a la democracia”.
2. Me refiero a la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación creada en 1990, también conocida como Comisión Rettig.
3. La muestra organizada en el Museo de Arte Contemporáneo de Santiago, bajo la curaduría de Víctor Hugo Bravo, Jorge González Lohse y Mario Zeballos, abarcó el periodo 1980-2000, reuniendo a cuarenta artistas.
4. El cual recoge conversaciones con artistas, escritores, teóricos, historiadores y críticos del arte chileno y está dividido en tres tomos, cada uno correspondiente a un periodo de la historia contemporánea del arte chileno: de los 60 a los 80, de los 80 a los 90 y de los 90 a 2000.
5. Como en Jorge González Lohse, Gonzalo Pedraza y Ana María Risco, Revisión Técnica. 100 pintores. Pintura en Chile 1980-2010 (Santiago: Ocho Libros, 2010), en el libro de Carolina Castro y Víctor Díaz, SUB30. Pintura joven en Chile (Santiago: Ediciones C, 2013) y en el de Carlos Ampuero, Patricia Novoa y Francisco Schwember, Pintura Chilena Contemporánea: práctica y desplazamientos disciplinares desde la Escuela de Arte UC (Santiago: Ediciones UC, 2015).
6. Para más antecedentes ver el ensayo de Ana María Risco, Verdejo bajo el velo del mercader. Efectos de crítica pictórica en el arte experimental chileno de los 70-80 incluido en este volumen.
7. Algunos ejemplos de escuelas fundadas durante los 90, pertenecientes a universidades privadas y cuyos egresados tuvieron presencia en el medio, fueron la Escuela de Artes Visuales de la Universidad Finis Terrae, abierta en 1993, la Facultad de Arquitectura, Diseño y Bellas Artes de la Universidad Diego Portales, creada en 1999 y la carrera de arte en Arcis. Esta última, si bien se inaugura junto con la instauración del en ese entonces Instituto Arcis en 1982, experimenta una nueva etapa cuando en 1989, la institución es reconocida como universidad por el Ministerio de Educación. Asimismo, el “fichaje” en 1990 de Nelly Richard como Vicerrectora de Extensión, Comunicaciones y Publicaciones y como directora del Magíster en Estudios Culturales favorece la consolidación de las carreras artísticas al interior de dicha casa de estudios.
8. Como Eugenio Dittborn, quien realizó talleres en la Escuela de Arte de la Universidad Católica y, como se señala en la nota anterior, Nelly Richard en la Universidad Arcis.
9. Los estudiantes se (re)encuentran en el taller con los artistas, una instancia que para algunos autores (los filósofos Sergio Rojas y Rodrigo Zúñiga) sería decisiva en la formación artística en Chile, por ser éste un territorio no sólo de habilitación técnica sino fundamentalmente de procesos reflexivos y críticos. En esta década el taller volverá a ser una instancia donde los estudiantes toman contacto directo con la producción de artistas consagrados. Además, ver la intervención de Felipe Mujica y Camilo Yáñez en la “Mesa 2” de la sección “Conversaciones” de este volumen, quienes se refieren a este asunto.
10. Un análisis de la institucionalidad artística oficial del periodo puede hallarse en Katherine Ávalos y Lucy Quezada, “Reconstruir e itinerar: hacia una escena institucional del arte en dictadura militar”, en Ensayos sobre artes visuales. Prácticas y discursos de los años 70 y 80 en Chile. Vol. III (Santiago: LOM-Centro Cultural La Moneda, 2014).
11. Desde su creación, los fondos dependieron del Ministerio de Educación, sin embargo, a partir de 2018, son gestionados por el nuevo Ministerio de las Artes, las Culturas y el Patrimonio.
12. Nivia Palma, “Fondart: Un programa cultural para la reconstrucción de una cultura democrática en Chile”, Memoria y patrimonio. Link no disponible. (Consultado 28 de septiembre de 2014). Tras el retorno a la democracia las instituciones instalaron fuertemente una política de “libertad de expresión”, sin embargo, hubo numerosos y escandalosos casos de censura por parte de las propias entidades públicas. Uno de ellos se produjo de forma temprana en el marco de la exposición Museo Abierto (1990), organizada por Nemesio Antúnez en el MNBA y que tenía por objetivo celebrar el retorno a la democracia. Al poco tiempo de inaugurada la muestra, las obras de Gloria Camiruaga y del fotógrafo Jorge Aceituno, con connotaciones sexuales explícitas, fueron censuradas y retiradas de las salas del museo. Sobre este mismo episodio de censura ver el texto de Jerónimo Duarte-Riascos incluido en este volumen.
13. Sin duda, hace falta una investigación más acuciosa sobre la historia y las implicancias artísticas de los Fondos de Cultura en Chile.
14. El conjunto de obras de arte contemporáneo chileno generado a través de los años de funcionamiento de la Galería pasó a ser custodiado por el Centro Nacional de Arte Contemporáneo de Cerrillos, inaugurado el 2016. La Galería Gabriela Mistral sigue hoy funcionando como un espacio de exhibición con financiamiento estatal, bajo la administración del Ministerio de la Cultura, las Artes y el Patrimonio.
15. Otro espacio importante de validación e inscripción para los artistas jóvenes de los 90, que también contó con fondos públicos y se ubicó como una alternativa de circulación a las instituciones históricas, fue la Galería Posada del Corregidor, dependiente de la Municipalidad de Santiago.
16. Para un análisis de las prácticas de autogestión en los años 90 y 2000 ver el ensayo de Gerardo Pulido incluido en este mismo volumen.
17. Abreviada Galchi, fue un espacio fundado por los artistas visuales Diego Fernández, Felipe Mujica y José Luis Villablanca, egresados de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Para más antecedentes ver el texto de Gerardo Pulido incluido en este volumen.
18. Mediagua (vivienda de emergencia) habilitada como galería de arte, fue concebida y producida por José Pablo Díaz y Rodrigo Vergara, ambos Licenciados en Artes Plásticas de la Universidad Finis Terrae.
19. Aunque sus directores Ana María Saavedra y Luis Alarcón no son artistas, sin duda Galería Metropolitana, ubicada en la periferia de la capital, logró convertirse en uno de los espacios más importantes y sólidos del circuito alternativo en Santiago.
20. “Muro Sur- Artes Visuales” fue una iniciativa promovida por Ana María Fernández y el escritor Ricardo Cuadros junto con artistas de la escena emergente como Nury González, Voluspa Jarpa y Cristián Silva Soura. Funcionó desde 1999, primero en calle Mosqueto (Barrio Bellas Artes) y luego en Plaza Brasil, Santiago Centro (específicamente en un loft donde las obras se montaban en un muro con orientación sur). Allí expusieron figuras históricas como Gonzalo Díaz, Eduardo Vilches y otros numerosos artistas de los 90. Además, se editaron boletines de forma independiente. Agradezco a Carlos Navarrete y a Ana María Fernández por sus testimonios sobre esta iniciativa.
21. A modo de ejemplo, en el primer Boletín Muro Sur (1999), los artistas afiliados a este proyecto plantearán el desmarque de los espacios oficiales y comerciales como uno de los motores de la autogestión artística. Pese a lo anterior, algunos de ellos –como Cristián Silva Soura—ya han participado en la I Bienal de Arte Joven (1996-97), en el envío a la I Bienal del Mercosur (1997) y en otras muestras internacionales, instancias oficiales en donde también se produce la validación e inscripción de la nueva generación.
22. En esta muestra participaron varios artistas más o menos coetáneos: Arturo Duclos, Mario Soro, Nury González, Rodrigo Vega y Alicia Villarreal, entre otros, siendo Natalia Babarovic la más joven del grupo.
23. En una conversación sostenida entre Patrick Hamilton y Federico Galende se hace referencia a lo que aquí se señala. Hamilton la describe como “la generación que quedó trunca” y Galende como “los que no pudieron inscribirse en nada”. Continúa Hamilton: “una generación de artistas más preocupados de ser aceptados por la generación precedente que de desarrollar su propia obra”, en Federico Galende, Filtraciones III. Conversaciones sobre arte en Chile de los 90 al 2000 (Santiago: ARCIS, 2011), 31.
24. En: “Introducción”, en Zona fantasma, 11 artistas de Santiago, ed. Carlos Montes de Oca (Santiago: Galería Gabriela Mistral, 1996), 7. [Capítulo sin firma. El subrayado es mío].
25. El gesto curatorial de Guillermo Machuca en la I Bienal de Arte Joven es “desprenderse” de varios artistas de la zona umbral (presentes en la muestra Zona Fantasma) e incluir, en su lugar, a artistas jóvenes: los hermanos Navarro, Jarpa y Silva Soura, por ejemplo.
26. Entre muchos de ellos: Patrick Hamilton, Felipe Mujica, Camilo Yáñez, Pablo Ferrer, Demian Schopf, Sebastián Preece y Livia Marin. Resulta interesante ver cómo la producción de los egresados de la escuela de Bellas Artes de Arcis, variante al duopolio Universidad de Chile – Universidad Católica, comienzan en los 90 a impregnar el campo artístico.
27. También fue relevante la figura de Roberto Merino, quien, como se verá, escribió lúcidos textos sobre la obra de Babarovic.
28. El propio Mellado los presenta como “el bloque crítico que ha sostenido la emergencia de este espacio [la escena emergente]”. En “Del triángulo paradigmático al bloque histórico en la plástica chilena emergente”, en Arte joven en Chile (1986-1996), ed. Guillermo Machuca y Justo Pastor Mellado (Santiago: Museo Nacional de Bellas Artes, 1997), 24.
29. Guillermo Machuca, “Entre el retraimiento y la integración”, en Arte joven en Chile (1986-1996) ), ed. Guillermo Machuca y Justo Pastor Mellado (Santiago: Museo Nacional de Bellas Artes, 1997), 13. El énfasis es mío.
30. Machuca, “Entre el retraimiento y la integración”, 13. El primer énfasis es del autor, el segundo énfasis es mío.
31. Mellado, “Del triángulo paradigmático…”, 24.
32. Para demostrar su planteamiento, Mellado construye un diagrama de trabajo –el “triángulo paradigmático”—en el cual da cuenta de las aperturas formales que ha propiciado la tendencia conceptualista y experimental para la plástica chilena, definiendo tres caminos: la objetualidad, el sistema gráfico y la nueva pintura. En: “Del triángulo paradigmático…”.
33. Participan Carolina Bassi, Mario Navarro, Jorge Padilla, Cristián Silva y Ximena Zomosa.
34. Colectivo conformado en 1993 por los artistas Mónica Bengoa, Mario Navarro y Cristián Silva Soura y el crítico Justo Pastor Mellado. Fue un proyecto de producción artística, discursiva y editorial que puso en circulación obras y textos tanto en Chile como en el ámbito internacional. En 1995 publicaron Taxonomías, textos de artista que reunió escritos de varios exponentes de esta generación “emergente”: Natalia Babarovic, Ximena Zomosa, Carlos Navarrete, Iván Navarro, entre otros. Para más antecedentes ver el ensayo de Gerardo Pulido incluido en este volumen.
35. Otros ejemplos de circulación de artistas chilenos en espacios latinoamericanos los provee Arturo Duclos en su intervención en la “Mesa 2” de la sección “Conversaciones” de este volumen.
36. El arte chileno y los artistas todavía arrastraban una enorme deuda con el arte latinoamericano. El propio Duclos señala que recién en los años 90, gracias a su participación en muestras internacionales, pudo finalmente familiarizarse con la producción contemporánea de la región. Ver “Mesa 2”, en la sección “Conversaciones” incluida en este mismo volumen.
37. Hans Belting, “Arte global y minorías: una nueva geografía de la historia del arte”, en La historia del arte después de la modernidad (México D.F.: Universidad Iberoamericana, 2010): 86-99.
38. En ella, los trabajos de artistas y creadores de diversos territorios: 50 de occidente y 50 de otras partes del mundo (Haití, India, Madagascar, Panamá, Zaire, Brasil, Japón, etc.), eran exhibidos resguardando una pretendida horizontalidad respecto de la incidencia de sus propuestas en la cultural global y poscolonial.
39. Como ha planteado la investigadora chilena Ángeles Donoso, desde finales de los 70 y en los 80 el uso de este medio técnico en las artes visuales fue objeto de debates que intentaban vislumbrar su lugar en la producción artística, entre lo meramente documental y lo plenamente estético. Para Donoso esta polarización de los sistemas de legibilidad de la fotografía no aportaría tanto a esclarecer lo que ocurre con y en los desplazamientos de la imagen fotográfica. Así, la autora, quien sigue a Rosalind Krauss, señala que la “entrada” de la fotografía al ámbito de las artes visuales en los 70 y 80 no sólo habría modificado las imágenes o hechos artísticos sino, fundamentalmente, todo el campo; los modos productivos, la circulación y recepción de las obras. Ángeles Donoso, “Arte, documento y fotografía: prolegómenos para una reformulación del campo fotográfico en Chile (1977-1998)”, Aisthesis, 52 (2012): 407-424, 412.
40. Desde fines de los 80, varios hogares de clase media en Chile contaban con una cámara fotográfica.
41. “Cuadro de época. Crisis y restitución de la pintura en Chile, hacia finales de los 70”, en Revisión Técnica. 100 pintores. Pintura en Chile 1980-2010 (Santiago: Ocho Libros, 2010): 26-43.
42. Me refiero acá a “conceptualismos” y no a “arte conceptual” siguiendo la distinción que realizan, entre otros, Ana Longoni y Cristina Freire. “Arte conceptual” entendido como un movimiento marcadamente internacional que tiene un momento de emergencia y producción específicos en la historia del arte (década de 1960-80), y “conceptualismos” como tendencias que de manera situada y crítica, reactivan y exploran las propuestas de lo conceptual en el arte, principalmente en torno a lo objetual, las artes de acción, la expansión de los límites disciplinares, el video, el arte postal, etc. (pensando la producción, pero también la recepción, circulación y las prácticas institucionales) en distintos contextos y latitudes. Comenta Ana Longoni: “La aparición de relatos anticanónicos o alternativos sobre los inicios u orígenes de otros conceptualismos complejiza un mapa en el que se dirimen operaciones de construcción de genealogías e hipótesis de lectura que no son de ninguna manera equiparables”. En: “Dilemas irresueltos. Preguntas ante la recuperación de los conceptualismos de los años 1960”, en Conceptualismos del Sur (Sao Paulo: Anna Blume, 2009), 349. Además, según plantea Mari Carmen Ramírez, los regímenes totalitarios habrían sido un impulso para la emergencia de los conceptualismos en América Latina, teniendo éstos una marcada impronta política. En: “Tactics for Thriving on Adverisity: Conceptualism in Latin America, 1960-1980”, en Global conceptualism. Points of origin: 1950’s-1980’s, ed. Luis Camnitzer et al. (Nueva York: Queens Museum of Art, 1999). Por ello, quizás, Cristina Freire señala que en la región, más que la emergencia de estas tendencias se dio una urgencia de prácticas conceptuales en el arte. En: “Arte conceptual después del arte conceptual”, en Conceptualismos del sur, ed. Cristina Freire y Ana Longoni (Sao Paulo: Annablume, 2009), 339.
43. Muy someramente, en el caso puntual de Dittborn, su reflexión crítica no suponía un contacto directo con la pintura, sino más bien era la interferencia de la imagen técnicamente reproducida la que contaminaba el espacio pictórico y daba cuenta de su agotamiento. En el caso Dávila, en cambio, la impugnación se realizaba al interior de la propia pintura, poniendo en jaque valores asociados a la práctica tradicional como la originalidad, la habilidad técnica, la creatividad, entre otros. Díaz, en tanto, pensó la pintura como práctica “desplazada”, o como desborde de sus formatos y recursos tradicionales.
44. Entre ellos se encontraban Carlos Maturana “Bororo”, Jorge Tacla, Omar Gatica, Samy Benmayor e Ismael Frigerio. En: Gonzalo Arqueros et. al, Cambio de Aceite. Pintura chilena contemporánea (Santiago: Ocho Libros, 2003), 66.
45. En la breve reseña biográfica de Samy Benmayor En: Federico Galende, Filtraciones II. Conversaciones sobre arte en Chile de los 80’ a los 90’s (Santiago: Cuarto Propio, 2009), 142.
46. Por nombrar algunas, Duclos será parte del envío chileno curado por Nelly Richard a la XII Bienal de París (1982) y de la muestra Fuera de Serie en Galería Sur (1985), junto a Leppe, Dávila, Díaz y Dittborn. Entre las publicaciones, Richard lo incluirá en Una mirada sobre el arte en Chile (1981) y, en tanto editor, Justo Pastor Mellado lo invitará a escribir en Margen: revista de filosofía y letras (1980).
47. Arturo Duclos En Filtraciones II, 159.
48. Galende, Filtraciones II, 159.
49. Guillermo Machuca reconoce tres tendencias pictóricas: las emparentadas con la tradición óptico-retiniana, las de línea conceptualista y, por último, las de inspiración gráfica, deudoras de las “operaciones de desmontaje y desplazamiento” gatilladas por la avanzada. Ver: “Una tenaz sobrevivencia (aquello que queda luego de una lenta agonía)”, en Cambio de Aceite. Pintura chilena contemporánea (Santiago: Ocho Libros, 2003), 29. Por su lado, Catalina Mena se referirá a las prácticas de estas décadas como dislocadas de la concepción tradicional de la pintura; lo cual conllevaría desplazamientos a nivel espacial (la salida del marco), material (el uso de técnicas y materiales ajenos) y, por último, conceptual (la revisión de las funciones y modos significantes del medio). Ver: “Competencia y legitimidad”, en Cambio de Aceite. Pintura chilena contemporánea (Santiago: Ocho Libros, 2003), 35. Finalmente, Gonzalo Arqueros, propondrá que, inaugurado el nuevo siglo, el estatuto de la pintura debiese analizarse desde tres frentes: las continuidades históricas, su condición de género desmontado y sus relaciones con la institución. Ver: “Pintura chilena contemporánea”, en Cambio de Aceite. Pintura chilena contemporánea (Santiago: Ocho Libros, 2003), 15.
50. Arqueros, “Pintura chilena contemporánea”, 15.
51. La expresión es de Gonzalo Díaz, ver: “Afán del descuadramiento”, en Babarovic,-Langlois: pintura (Santiago: Galería Gabriela Mistral, 1993), s/n.
52. En: Bruno Cuneo, “Prefacio”, en Lucinda la pista que falta + paisajes y pantallazos (Santiago: Hueders, 2014), 10.
53. Gonzalo Arqueros, “Natalia Babarovic. Cielo”, en Catálogo razonado. Colección MAC (Santiago: Museo de Arte Contemporáneo, 2017), 73.
54. Sin duda, las más frecuentadas serán las imágenes que componen la colección de fotografías amateur realizadas por su abuelo paterno, Bosko Babarovic, en las décadas de 1960 y 1970.
55. Roberto Merino, La novela de aprendizaje. Sobre la pintura de Natalia Babarovic (Santiago: Ediciones de la Revista Patagonia, 1998), 32.
56. Cuneo, “Lucinda la pista que falta”, 16.
57. Merino, La novela de aprendizaje, 23.
58. Cuneo, “Lucinda la pista que falta”, 20.
59. En Cuneo, “Lucinda la pista que falta”, 19.
60. Hans Belting, Antropología de la imagen (Buenos Aires: Katz, 2007), 265-266.
61. Sobre este asunto, especialmente sugerente resulta su serie “18. Oktober 1977” de 1988.
62. Belting, Antropología de la imagen, 62.
63. El proyecto contó con financiamiento de Fondart.
64. Rancagua es una ciudad situada a 84 kilómetros al sur de Santiago; actualmente su población asciende a cerca de 240 mil habitantes.
65. Los patriotas se encontraban divididos en dos bandos: la facción ohigginiana y la de su férreo oponente, José Miguel Carrera. El ejército realista aprovechó esta fractura en las filas patriotas para avanzar hacia Santiago, encontrando, eso sí, oposición a la acometida en Rancagua. Allí se encontraba apostado O’Higgins, mientras que Carrera esperaba con refuerzos en las cercanías de la ciudad. Rancagua fue sitiada e incendiada por los españoles, cuyos hombres superaban ampliamente a los del ejército patriota. La falta de comunicación entre los caudillos y el cerco establecido por los españoles impidió que llegaran refuerzos y la ciudad cayó en manos de los realistas. O’Higgins, acorralado, ordenó arremeter contra el enemigo rompiendo sus filas, huyendo luego a Santiago y más tarde hacia Argentina. Los sobrevivientes quedaron así a merced del bando ganador, que aplicó cruentas represalias contra la población civil. Este es el punto de mayor controversia en los relatos históricos nacionales, ¿lo de O’Higgins fue un acto de valentía o de cobardía?, si fuera así, ¿cómo asumir esta mácula del prócer de la patria? La estatuaria conmemorativa chilena ha inmortalizado el “salto de la trinchera” de O’Higgins como una escena de gallardía, transformándola en el más conspicuo emblema republicano. La estatua se ubica hoy frente al Palacio de La Moneda, en el Paseo Bulnes, y otra versión se halla en la plaza de Los Héroes de Rancagua. Por su parte, Voluspa Jarpa revisó en su obra “El jardín de las delicias” (1995) la apropiación efectuada por la dictadura cívico-militar de este símbolo como parte de su estrategia de refundación de los imaginarios nacionalistas.
66. Ver al respecto la inmejorable tesis de Josefina de la Maza sobre la frustrada implantación de una tradición académica de pintura sobre temas históricos en Chile. En Josefina de la Maza, De obras maestras y mamarrachos. Notas para una historia del arte del siglo XIX chileno (Santiago: Metales Pesados, 2014).
67. El detalle se incluyó en el billete de cinco mil pesos chilenos en la década de 1940 para luego salir de circulación. Fue repuesto en el periodo 1962-1975 en los billetes de mil escudos. La reforma monetaria impulsada por la dictadura en 1975, que provocó el cambio de escudos a pesos continuó utilizando esta imagen en los nuevos y populares billetes de 10 pesos. Cfr. Luis Hernán Errázuriz y Gonzalo Leiva, El golpe estético: dictadura militar en Chile, 1973-1989 (Santiago: Ocho Libros, 2012) y Juan Manuel Martínez y Lina Nagel Vega, Iconografía de Monedas y Billetes Chilenos (Santiago: Origo, 2009).
68. Como plantean Errázuriz y Leiva, durante la dictadura “fue evidente la intención mitificadora hacia O`Higgins: se honra al fundador de la patria en momentos en que justamente se está refundando la nación. Se infiere, además, que Pinochet sería el segundo padre de la patria, el segundo libertador”. Errázuriz y Leiva, El golpe estético, 116. En efecto, en 1979 Pinochet inauguró en el Paseo Bulnes el denominado “Altar de la patria”, un memorial dedicado a la figura del libertador y compuesto por la estatua de O’Higgins (facturada durante el último tercio del siglo XIX por Albert Ernst Carrière – Belleuse), una cripta con sus exequias y el símbolo de la “Llama eterna de la libertad”. En los años 2003 y 2004 y como parte de los programas de renovación urbana del centro cívico de Santiago, el monumento fue eliminado para ser reemplazado por la Plaza de la Ciudadanía. Cfr. Errázuriz y Leiva, El golpe estético, 113-116.
69. Merino, La novela de aprendizaje, 19.
70. Aunque la estatua de O’Higgins montado sobre el caballo se reitera en la pintura, su figura nunca se da a ver. La alusión tangencial y evasiva de la iconografía del libertador, no niega su presencia pero sí reformula su lugar en la historia. La pintura deja a la vista el esqueleto del cuerpo escultórico, desmontando así la parafernalia retórica y los efectos ilusionistas y megalómanos empleados en su configuración simbólica como libertador de la patria.
71. Merino, La novela de aprendizaje, 25.
72. Las artistas tomaron como referente el relato que el político e intelectual chileno del siglo XIX Benjamín Vicuña Mackenna realizó sobre el hecho.
73. Merino comenta la trastienda de la producción del mural señalando que las artistas trabajaron con un “mare magnum de imágenes fotográficas desparramadas en el suelo”. Según el crítico, las imágenes provenientes de la prensa “correspondían a apaleos policiales, bombardeos, accidentes”. En Roberto Merino, La novela de aprendizaje, 20.
74. Natalia Babarovic, Lucinda la pista que falta + paisajes y pantallazos (Santiago: Hueders, 2014), 22.
75. Palabra que etimológicamente significa estar fuera de la plaza.
76. “Fondear” es una expresión que en Chile significa esconder. Utilizo este término porque también alude a poner en el fondo, lo que en el caso de la pintura puede entenderse como poner en el último plano.
77. Sergio Rojas ha comentado en otro lugar (sobre la obra de Rafael Insunza) algo que bien podría aplicarse a la pintura de Babarovic: es “como si se tratara de imágenes que ponen en escena a fantasmas del pasado actuando un guión escrito en el presente”. En: Sergio Rojas, “El cuerpo estético de la historia”. En Las obras y sus relatos I (Santiago: ARCIS, 2004), 200.
78. Vuelvo acá a la idea dispuesta más arriba: la única percepción posible sobre la realidad en el mundo contemporáneo es la que está mediada por la imagen técnica, esto incluiría la experiencia frente a la pintura. Asimismo, sigo la apreciación de Belting de que los nuevos medios mostraron a los antiguos o tradicionales cuestiones que hasta entonces no habían sido advertidas. En Belting, Antropología de la imagen, 63.
79. Belting, Antropología de la imagen, 43.
80. Cuneo, “Lucinda la pista que falta”, 40.
81. Merino, La novela de aprendizaje, 22.
82. Mellado, “La maestranza de un encargo”, en Proyecto mural El sitio de Rancagua (Santiago: Museo Nacional de Bellas Artes, 1994), s/n.
83. Durante la dictadura cívico-militar la Empresa de los Ferrocarriles del Estado sufrió una fuerte y programada deflación (abandono) a manos del modelo carretero de transporte, al cual le fueron inyectados la mayor parte de los recursos públicos y privados.
84. El año 2017, cuando acudí a la estación de Rancagua para observar el mural, el servicio de trenes era tan escaso que el lugar de emplazamiento de la obra se encontraba cerrado la mayor parte del tiempo.
85. Lamentablemente, el deterioro material de la obra en 2017 era evidente. Deterioro que, según lo visto, no cuenta con un real plan de mitigación.
86. Agradezco a Sergio Delgado la referencia a este texto.
87. George Yúdice, El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global (Barcelona: Gedisa, 2002), 20.
88. Yúdice, El recurso…, 30.
89. Carlos Pérez, “Chilean Art Now. Informe”, en Escuelas de Arte, Campo Universitario y Formación Artística (Santiago: Extensión y Publicaciones Departamento de Artes Visuales, 2015), 68.
90. Yúdice, El recurso…, 16.
91. Merino, La novela de aprendizaje, 22.
92. Ver lo planteado por Gerardo Pulido sobre este tema en su ensayo incluido en el presente volumen.
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