Efectos de crítica pictórica en el arte experimental chileno de los 70-80
Ana María Risco N.
Hacia mediados de los 90, en plena época de la llamada transición a la democracia, algunos hechos pusieron en evidencia la magnitud de la transformación que había vivido el arte en Chile durante los años de dictadura. Uno de ellos fue la presentación en una céntrica galería de la capital de una serie de obras de Juan Domingo Dávila reunidas bajo el título “Rota” (1996). Reconocido entonces como figura clave del arte crítico y experimental que despuntó a mediados de los 70, Dávila era para entonces un artista de circulación internacional. Al reinscribir su trabajo en Santiago de Chile lo hacía en un país muy distinto al que había dejado a mediados de los 70 para radicarse en Australia. Un país con gobierno civil y sistema neoliberal a ultranza, integrado a las redes de la globalización económica. El artista había mantenido contacto esporádico con Chile y recobrado súbito protagonismo en él hacia 1994, a raíz de una polémica con alcance latinoamericano. Esta la había detonado una de sus pinturas, originalmente exhibida en una galería londinense,1 en la que podía verse un retrato ecuestre del prócer latinoamericano Simón Bolívar con pechos de mujer, sexo descubierto y realizando un gesto sospechosamente soez con la mano. Sin conmoverse por esa bullada polémica2 las obras de “Rota” volvían a presentar intervenciones de un repertorio de imágenes ligadas a la construcción de identidades nacionales y regionales en Latinoamérica. El conjunto incluía las versiones y perversiones pictóricas del personaje Verdejo,3 caricatura del “roto” chileno popularizado en los años 30 del siglo XX por una revista de humor gráfico, el que dialogaba en esta serie con la imagen igualmente caricaturesca del gaucho argentino de Florencio Molina Campos. Entre las obras destacaba una versión copiada, reducida y alterada de “La perla del Mercader”, una pintura muy afamada del repertorio patrimonial chileno producido en el siglo XIX, llamada originalmente “Marchand d’Esclaves”, que había sido pintada en 1884 por Alfredo Valenzuela Puelma (1856-1909), un “maestro de la pintura chilena” según Antonio Romera, precursor de los relatos sobre la historia del arte local.

Título: La perla del mercader
Año: 1884
Cortesía Museo Nacional de Bellas Artes
Si el conjunto de la propuesta de “Rota” se comporta como un hito de cierre o consumación de un periodo de la obra de Dávila marcado por la asimilación de residuos reproducidos o industrialmente procesados de la tradición artística occidental, puede decirse que su “Perla” representa también el momento culminante de una línea de trabajo específica del experimentalismo chileno, que a contar de mediados de los 70 se situó críticamente ante la pintura, o ante una de las formas de su asimilación interna bajo lógicas reduccionistas e instrumentales decantadas en la expresión “pintura chilena”. Este ensayo pretende hablar sobre tal posicionamiento crítico: un rasgo particular del arte experimental que tuvo lugar en Chile a contar de mediados de los 70 y que ha permitido que se hable en diversos contextos interpretativos de su antipictoricismo radical.
Las obras a las que voy a referirme han sido habitualmente entendidas como reacciones al marco institucional inmediato, es decir, el de la dictadura militar y, más recientemente, como dimensiones de una corriente neovanguardista que recorrió la región a partir de los 60. Lo que intento proponer aquí es una tercera opción, según la cual estas propuestas venían a entablar además una relación crítica con una historia más lata y extensa que aquella inmediatamente interrumpida por el golpe de estado en Chile. Sostendré que la “pintura chilena” con la que ciertos artistas entraron en una relación problemática en ese período es una construcción discursiva que no puede entenderse sin una referencia a la larga historia de constitución de Chile como república. Esto porque la expresión “pintura chilena” que se hizo blanco de las miradas críticas del arte de avanzada hacia mediados del 70 sería, antes que la indicación a un tipo de arte específico, un sustrato discursivo que designa y señala a la gran tradición académica de la pintura occidental, mediada en la región sudamericana, primero, por el proceso de colonización y, luego, por los afanes de modernización cultural que ritmaron el pulso de la cultura republicana. En el marco de la hipótesis que formularé, lo críticamente abordado por cierta faceta del experimentalismo de los 70 y 80 serían las tensiones entre arte y política presentes en el largo proceso de constitución republicana, durante el cual se instauraron no solo las instituciones “pilares” de la nación sino las instituciones académicas del campo del arte y los modos de ver y representar visual y artísticamente “lo chileno” en clave identitaria.
La pequeña pintura “La perla del mercader” (70 cm. x 60 cm.), que Dávila presentó en la exhibición de 1996, en Galería Gabriela Mistral es buen punto de partida para proponer estas ideas, porque en ella se dan cita varios niveles críticos implicados en el giro conceptual del conjunto de las obras que revisaré. En primer lugar, la obra corresponde a una copia casi totalmente al pie de la letra de otra pintura, cuyo autor es el chileno Valenzuela Puelma, celebrado, lo he dicho ya, como uno de los maestros de la pintura académica local de fines del siglo XIX y quien es, por demás, un pintor que aprendió bien la lección de pintura de la academia francesa.4 Por otra parte, el motivo de la pintura en cuestión corresponde a una escena propia del repertorio exotista que ganó prestigio hacia la segunda mitad de ese siglo, incluso en las colonias de Europa (que eran por sí mismas lo exótico), lo que la sitúa como testimonio del colonialismo simbólico y cultural del contexto en que se gestó. En ella, un mercader de rasgos arábigos, hierático y vestido con túnica blanca, ligeramente borroso debido a la oscuridad que opaca el plano de fondo, levanta un velo y lo suspende en el lugar preciso que hace posible que su gesto descubra a una mujer blanca, de figura serpentina y carnaciones casi transparentes, sentada en el primer plano sobre una alfombra oriental. La mujer intenta cubrirse el rostro mientras su cuerpo ofrecido en venta y bañado en luz, queda directamente entregado a la expectación. La pintura de Valenzuela Puelma fue realizada y mostrada en París, donde recibió reconocimiento que luego se replicó en Santiago, ciudad en la que el autor la dejó a su regreso, probablemente considerando que la había ejecutado en calidad de becario del estado. Ha sido reiteradamente celebrada a lo largo de la historia chilena como representación prodigiosa del desnudo femenino. Ninguna recepción de las diversas que se han conocido desde fines del siglo XIX hizo foco en el carácter al menos cruel de la escena que en ella se representa.5 Es un ícono del virtuosismo artístico local y se presenta como una afortunada excepción en relación con la escasa atención que la pintura local prestó durante el siglo XIX al cuerpo desnudo. La réplica de Dávila, miniaturizada y exhibida en el contexto de la muestra “Rota” ofrece un inédito modelo de recepción de esta obra, imbuido esta vez, de una sensibilidad postcolonial: al tiempo que en su condición de réplica pone el dedo en la llaga de las culturas copistas, apunta simultáneamente al trasfondo ideológico del colonialismo y al racismo constitutivo de la era del imperio que enmarca al desarrollo del arte académico en el país, con un leve pero significativo gesto de sustitución. En lugar de la joven esclava blanca, la pintura presenta un cuerpo igualmente femenino pero algo más moreno, cuyos brazos intentan cubrir la cara impresentable, alcoholizada y desdentada del Verdejo. El rostro de esta creatura que evoca al peonaje rural chileno −carne de cañón de la explotación agrícola, minera y militar− toma, en el “cuadro” de Dávila, el lugar asignado por Valenzuela Puelma al rostro doliente de la esclava. La imagen erótica, púdica, indefensa de la mujer, objeto de deseo del burgués visitante de salones decimonónicos, queda descubierta en lo que esconde: su condición barbárica asociada al colonialismo mercantil del siglo XIX. El gesto de transposición permite a Dávila inscribir una imagen en la que se manifiestan espectralmente, al tiempo que se desmontan, las alianzas entre arte, institución y poder, que resurgieron y fueron explotadas como fetiches en el contexto de dictadura.
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Es cierto que muchas de las transformaciones que experimentó el sistema de la representación artística y sus distintas modalidades en los años de instalación de la dictadura, incluida la revolución pictórica que impuso Dávila desde la década de 1980, pueden ser entendidas no solo como formas de diálogo incipiente, mediadas por la estridente política regional, con la neovanguardia y el conceptualismo internacional, sino como complejos sistemas de reacción ante políticas culturales concretas. Aunque hasta hace poco tendía a existir consenso sobre el hecho de que los militares carecieron de políticas culturales en un sentido estricto –al margen de la censura, la represión y el exilio de artistas e intelectuales como prácticas que dieron origen al llamado “apagón cultural”– nuevos enfoques subrayan la existencia de medidas “destinadas a la recuperación del patrimonio cultural y a la reivindicación de la “chilenidad” con un propósito nacionalista”,6 que se expresó como un “golpe estético-cultural”7 desde los primeros años de la administración militar. En lo que concierne a las artes visuales, este golpe implicó medidas tendientes a la restitución de una sensibilidad artística ligada a las artes tradicionales, especialmente a la pintura, considerada como un patrimonio degradado por las políticas culturales de la Unidad Popular, que habían favorecido el desarrollo de un arte para “el hombre nuevo” ligado a los espacios públicos y a las prácticas colectivas.8 Tanto la artesanía, entendida fundamentalmente como manualidad decorativa, como un cierto repertorio de pinturas proveniente, en su mayor parte, de las colecciones patrimoniales decimonónicas, fueron convocados a comparecer como íconos patrios en diversos espacios institucionales, públicos y privados, cautelados por agentes oficiales o proclives a la oficialidad. El mismo año 73, una institución que había participado activamente de la política de socialización de la cultura durante el gobierno de Allende, como el Museo Nacional de Bellas Artes, se convirtió en el centro de la “operación de reconstrucción” que incluyó colecta de obras, subastas y planificación de exhibiciones de pintura de origen local, incluida la retrospectiva del artista Juan Francisco González (1853-4 – 1933)9 inaugurada a pocos días del ataque a La Moneda.10 La particular predilección de los agentes oficiales por la pintura chilena, cuyos núcleos tradicionales se habían configurado entre mediados del siglo XIX y mediados del XX, se hizo sentir a través de la organización de dos sendas exhibiciones. Estas fueron Doscientos años de pintura chilena y Pintura chilena contemporánea, que el Ministerio de Educación hizo itinerar por distintas regiones hacia fines de los 70 favoreciendo, de paso, la idea de la descentralización territorial que abriría camino a la proyectada regionalización del país.11 La ofensiva de instalación de la pintura preferentemente decimonónica como modelo y parámetro del arte nacional encontró su correlato y refuerzo en ediciones dedicadas a promover las obras y autores de este repertorio. Mientras se borraba en las calles todo vestigio del muralismo socialista, estas ediciones concebidas como materiales educativos, y financiadas con recursos del estado,12 eran repartidos en colegios y universidades para servir a la enseñanza. Se incentivó con todo ello la producción de nuevos relatos sobre historia del arte chileno, que para entonces contaba con escasas versiones y solo un trabajo relevante: La Historia de la Pintura en Chile (1951). Su autor, Antonio Romera, fue un crítico influido por la escuela culturalista española, quien había creído encontrar pruebas suficientes llamadas por él “constantes”, para sostener la existencia de una escuela nacional en Chile, articulada, según su análisis, por la obra de los principales exponentes de la Academia.13 En la década de los 80 se materializarán otras publicaciones14 que ofrecerán perspectivas históricas del arte colonial, republicano y contemporáneo. Autores como Alicia Rojas Abrigo, Isabel Cruz, Ricardo Bindis y otros, produjeron versiones alineadas con la sensibilidad oficial, mientras Milan Ivelic y Gaspar Galaz proponían una mirada de contraste. Los proyectos tendían a converger en su afán de dar legitimidad a una producción tradicional de arte local que buscaba, desde sus primeros asomos, razones suficientes para ser llamado “arte chileno”.
Esta reivindicación de lo “chileno” en el arte, expresado en nuevos relatos que aprovechan a su favor estructuras discursivas preexistentes, se consolida por medio de la revaloración institucional de la noción “pintura chilena”, cuya glorificación se impone en el período como política de estado. Tal invocación oficial del repertorio de la pintura nacional expresa en ese momento el triunfo de una sensibilidad patriótica, fervorosa creyente en el valor de lo “propio”, que no ha dudado en solicitar la intervención de otras naciones, en particular la de Estados Unidos, para fundar su nuevo totalitarismo.
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Ciertos desarrollos incipientes del llamado arte de resistencia en el período se tornan más significativos al considerar estas políticas oficiales que ejercieron una influencia decisiva y restrictiva sobre el campo cultural, especialmente en la primera parte del período dictatorial. Mientras la dimensión horrorosa de un proceso político cargado de muertes y desapariciones es omitida en las interacciones cotidianas −no solo en virtud de la censura imperante sino también de la mudez traumática–, diversos artistas articulados en precarias constelaciones no siempre solidarias entre sí exploran formas de expresión capaces de rozar la magnitud de la crisis, estableciendo una verdadera confrontación con materiales, soportes y géneros que dará como resultado una reformulación radical de las prácticas de arte. Si bien intento sostener aquí que ese proceso de búsqueda se expresa tempranamente como revuelta ante la pintura, es necesario insistir en que no se trata de una revuelta ante la pintura como matriz pensante y crítica, fuente de múltiples transformaciones de la visualidad artística a lo largo de siglos, sino ante la pintura como una forma específica de representación cristalizada como discurso sobre Chile y los chilenos, en un derrotero histórico que ha hecho converger el discurso del arte con el del poder político. Sin concertarse e incluso estableciendo soterradas escaramuzas entre sí, diversos artistas que han permanecido en el país y que se ubican en una línea de resistencia al orden impuesto, comienzan a articular proyectos que inciden sobre el tópico “pintura chilena” a través de operaciones que se valen inicialmente de la sátira y la parodia. Por su perspicacia crítica y rigurosa ejecución destaca entre esas exploraciones problemáticas la serie de dibujos de Eugenio Dittborn, presentada en 1976, delachilenapintura, historia.15 El artista, quien tiene para entonces una importante formación en técnicas gráficas de la que dan cuenta trabajos anteriores en los que confronta conspicuas tradiciones de dibujo artístico con procedimientos gráficos propios de la historieta y el cómic, postula en esta serie una historia episódica de la pintura chilena, basada en la figura de los “grandes maestros”. Los dibujados en la serie son, en realidad, pintores de domingo, aficionados, enchaquetados, pero también desnudos representantes del mundo indígena u olvidadas estrellas del ring, que posan exhibiendo atributos de taller. Los dibujos fueron “armados”, según el relato del artista, usando como modelos fragmentos de retratos fotográficos provenientes de viejas revistas de circulación masiva de los años 50 que él encontró y retiró en esa época de las librerías de viejos del centro de Santiago. Sirvió también como modelo del trabajo, un conjunto de fotografías (encargadas por el mismo artista a un amigo suyo que luego sería desaparecido político) de los pintores y pintoras aficionados que asistían al taller que él impartía por entonces, dadas las restricciones laborales, en un centro cultural integrado a la trama cultural oficial. Ciertos protocolos visuales ligados al “cuadro de honor”, presentes en la serie, provienen en cambio de un antiguo volumen dedicado a la historia del Ejército de Chile.16 La factura de los dibujos remite fundamentalmente a dos tradiciones que se relacionan lateral o residualmente con la de la pintura: la del dibujo compuesto, llamado también “retrato hablado”, que se vale de los lugares comunes del rostro precodificados para componer un total que responde a los relatos de un testigo o víctima (un tipo de material que impacta muy fuertemente el trabajo visual de Dittborn en adelante) y el grabado industrial, de líneas muy estandarizadas, que históricamente cumplió la tarea de posibilitar la réplica de papel moneda y la divulgación de las grandes pinturas de la tradición occidental en territorios geográficamente privados de acceso a los originales, como lo fueron precisamente las colonias de España durante toda la era prefotográfica. Exhibida en un contexto en que comienzan a sentirse con intensidad los ritmos visuales y los nuevos pulsos asociados a la imagen técnica como recurso mediático y publicitario, delachilenapintura, historia genera un primer efecto de extenuación, o acabamiento por obsolescencia, de la tradición artística académica, oficial y museal. Ronald Kay afirma que este trabajo de Dittborn “clisa” la historia de la pintura chilena.17 Se refiere a que la convierte en un cliché, en un patrón para la producción de réplicas, extenuado en su capacidad de producir innovaciones o transformaciones controladas desde la lógica del arte.
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A través de un procedimiento completamente distinto al que Dittborn emplea y explora en su serie −sentando así las bases de una revuelta pictórica que ejecutarán más adelante sus pinturas aeropostales−, Carlos Altamirano18 apunta en una dirección similar. Mientras Alfredo Jaar, que luego se hará internacionalmente reconocido gracias a sus reformulaciones críticas de la imagen espectacular capitalista, pregunta en las calles de Santiago e inscribe fotográficamente en el espacio público la pregunta “¿Es usted feliz?”, Altamirano utiliza el correo para consultar a unos escogidos receptores: “¿Existe un arte nacional?”. La consulta es vehiculada por el tercer número de la revista [i]CAL[/i], 19 editada por la galería del mismo nombre en 1979, que llega a un sector crítico de la ciudadanía culta y que registra parte del trabajo de Altamirano bajo el título “Revisión crítica de la historia del arte chileno”. Esta obra antecede a la famosa “Versión residual de la historia de la pintura chilena”, otra producción temprana del artista, de la que hoy da testimonio un desteñido y descascarado lienzo que integra la colección del Museo Nacional de Bellas Artes. Dicha obra, ineludible en las reconstrucciones del período, incluyó varios procedimientos, entre los cuales el primero fue el traspaso a un fragmento de lienzo de las páginas de un periódico de corte más popular pero igualmente oficialista, dedicadas a difundir una “historia de la pintura chilena” en formato escolar, mediante un mecanismo muy básico de impresión que se valía de una sustancia (“pomada”20) comercializada en las aceras. La acción de traspaso ocurrió en la calle, frente al diario La Tercera, productor del fascículo mediático y alineado con el gobierno, y luego frente al Museo Nacional de Bellas Artes. El reduccionismo del enfoque pedagógico del suplemento −versión esquemática de una historia de la pintura local ya esquematizada y clisada por la ausencia de mirada reflexiva y crítica sobre ella− resultaba aludido en este trabajo a través de los modos artesanales y rústicos de traspasos deliberadamente escogidos por Altamirano, los que dejaban a la vista en su resultado la pobre, deslucida y manipulada imagen de una cultura artística derivativa y replicante. Este cuadro cultural adquirió resonancias desoladoras durante la última etapa del proceso de obra, que consistió en un recorrido por diversos lugares de Santiago, durante el cual el arista se hizo acompañar y fotografiar tendiendo entre sus manos el ominoso lienzo, al que llamó “sudario de la pintura chilena” (probablemente en memoria de la autonomía del arte en Chile sacrificada y violentada para dar lugar y eficacia política a la expresión “pintura chilena”). En el recorrido se realizaron los registros que hoy dan testimonio de la obra y que, entre otras cosas, ponen en escena su delirante acontecer en la ausencia de todo ojo urbano cómplice, interesado o siquiera receptor.
Años más tarde, el artista volvió a problematizar los vínculos de la pintura chilena con una matriz reproductiva, evocada esta vez por medio de ciertas operaciones vinculadas al grabado y la fotografía, en “Tránsito suspendido” (1981), una obra performática durante la cual extendió un lienzo en blanco sobre la acera y proyectó sobre él imágenes reconocibles de la galería tradicional de la pintura chilena, escribiendo al margen con pintura fosforescente diversos significados de la palabra “luz”.21 El artista admitió en épocas más recientes que no tenía gran conciencia e interés por las singularidades que podrían presentar las obras que conformaban la galería pictórica chilena que había estado comentando en sus realizaciones de ese período. No estaba interesado en hacer de ellas una lectura crítica individualizada, sino en confrontar sus connotaciones sociales y la función que parecían históricamente sobrellevar, ligada a la encomienda de proyectarse como “arte chileno”.
Hacia 1982, el desmontaje paródico de la imagen oficial del arte local encuentra una nueva arista en la “Historia sentimental de la pintura chilena”. La obra tiene la firma de Gonzalo Díaz, para entonces, por sobre todo, un pintor. A principios de los años 80 había irrumpido con “Los hijos de la dicha”,22 un tríptico formalmente complejo que interpretaba la pintura de Rubens, “El rapto de las hijas de Leucipo” (1616), a través del tamiz de la crisis política chilena y de los entretelones de su propio trabajo de formación académica de nuevos pintores en este contexto. En “Historia sentimental…” Díaz deja atrás todo referente conspicuo proveniente de la gran historia del arte y entra a la discusión sobre el lugar que le cabe contemporáneamente a la pintura, apelando a recursos iconográficos que refieren a la visualidad circulante y popular. Confeccionada con materiales baratos como grafito, spray, esmalte industrial, timbres de goma y otros objetos, como plumeros, guateros o plomos de albañilería,23 la historia sentimental de Díaz trae consigo los enseres de una cultura popular y de masas, esta última desarrollada en Chile desde inicios de siglo XX a partir de la circulación de magazines nacionales y extranjeros y consolidada en los años 60 con el inicio de la televisión. La obra está soportada por un largo rollo de papel de algodón, sobre el que se encuentran estampadas 58 siluetas de la famosa chica de Klenzo, que representa a una mujer con atributos tradicionales holandeses, logotipo que identifica una vieja marca chilena de detergente de uso popular, particularmente familiar para los segmentos de la población acostumbrados a las tareas de limpieza. Se trata de un motivo que proviene de la cultura pop local. Apelando a esta imagen, Díaz no solo subvierte los imaginarios de lo “propio” que están siendo reivindicados desde las políticas oficiales, sino que hace emerger −en virtud de los potenciales reflexivos del grabado serigráfico− una mirada crítica sobre la producción seriada e industrial de imágenes que se instaura, como ha ocurrido antes en la serie de Dittborn, como una contracara popular de la tradición pictórica. La pintura de la “Historia sentimental…” refiere críticamente a un tipo de pintura que se ha forjado históricamente como réplica, dentro de un sistema de producción en serie cuya matriz o modelo ha sido a lo largo de la historia republicana, el arte europeo.
Este tipo de obras de Dittborn, Altamirano y Díaz no son hechos aislados sino momentos sobresalientes de un proceso que acontece con diversa intensidad en trabajos visuales que se producen entre mediados de los 70 y mediados los 80. En este período Dávila, Roser Bru, Francisco Smythe, Arturo Duclos, Enrique Matthey y otros contrastan su producción en pintura con una idea restrictiva y conservadora de obra de arte cuyo epítome es la galería que el oficialismo llama “pintura chilena”. Esta avanzada pictórica se construye por medio de operaciones que derivan del desplazamiento de la matriz operatoria del grabado o de una recepción crítica de las posibilidades de la imagen fotográfica e impresa al ámbito del cuadro. Tales experimentos se producen en el mismo momento en que la escasa intelectualidad, que sobrevive atenta y alerta a los problemas del arte contemporáneo en el país, comienza a procesar las tesis de Walter Benjamin sobre la reproducibilidad técnica, gracias a las discusiones que propicia un nicho académico transformado en reserva crítica como lo es el Departamento de Estudios Humanísticos de la Facultad de la Ingeniería de la Universidad de Chile. Todo ello ayuda a que ocurra una imbricación e identificación, por esos años, entre la crítica del arte de posiciones más avanzadas y la crítica cultural. En un artículo aparecido en 1979 en la revista CAL un activo agente crítico del arte disidente, el poeta Enrique Lihn, se refiere irónicamente a la expresión paisajismo chileno, correlato obligado de la “pintura chilena”, señalando que se trata de una “absurda atribución del nacionalismo a la geografía”.24 En el mismo ambiente, como lo señaló otra ensayista prominente que miró con atención el arte del período, Adriana Valdés, se propaga entre los artistas una gran “ironía respecto de la pintura de caballete y sobre la figura del pintor” que conducía a que todo lo que esta figura representaba fuera “puesto muy en el pasado y satirizado”.25 No se trataba entonces de una reticencia particular al lenguaje de la pintura, como ha quedado mal entendido en ciertos recuentos del período, sino de acciones tendientes a librar a la pintura de su cautiverio político, bajo los dominios de un enfoque institucional que bien poco había querido conocer durante la historia de Chile los lenguajes exploratorios y experimentales de la pintura y los pintores.
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¿Cómo es que había llegado a existir en Chile a lo largo de la historia republicana, en mayor medida tal vez que en cualquier otra parte del continente, la idea de una pintura nacional? ¿Cómo es que la existencia de una “pintura chilena” había podido convertirse en un tópico, en un país tan afecto como el resto de las ex colonias al influjo del arte académico europeo? Según ha propuesto la historiadora del arte Josefina de la Maza, en su polémico ensayo denominado De obras maestras y mamarrachos (2014), la idea de la existencia de una “pintura chilena” −que terminó formalizándose como discurso histórico a partir de la obra del crítico español Antonio Romera a mediados del siglo XX− cobró impulso hacia los años 80 del siglo XIX, cuando “el arte fue reclamado y discutido a partir de las dinámicas del nacionalismo, a propósito de los esfuerzos del estado chileno por promover sentimientos patrióticos que debían sustentar un conflicto bélico (…): la Guerra del Pacífico (1879-1883)”.26 Según De la Maza, el triunfo chileno en ese conflicto impulsa, en la primera mitad de la década del 80, el desarrollo de políticas orientadas “a la creación de un correlato simbólico-cultural, que debía acompañar el crecimiento territorial, político y material del país”.27 En ese contexto, la pintura es “reclutada” por medio de una campaña en la que se juegan las utilidades económicas del salitre, para que hable y represente una cierta identidad no solo nacional, sino también moderna en las instancias internacionales donde Chile debe introducirse como interlocutor válido. Ello tensa el campo de producción de arte local y especialmente a la práctica pictórica, haciendo recaer muchas expectativas sobre su desarrollo académico, para entonces incipiente.
Durante la década del 80 del siglo XIX se forja en el país la colección patrimonial del Museo Nacional de Bellas Artes que será fuertemente cautelada por los agentes institucionales del estado para que contribuya a la campaña simbólica de proyección de modernidad. En esa misma década se “limpia” esa misma colección recién armada para sacar de ella todo indicio de provincianismo y gusto dudoso,28 lo que implica un gesto de censura y rebajamiento de algunos artistas cuya formación había sido amparada por el propio estado. En el mismo período, ciertos agentes del campo crítico funcionales a la política de construcción de una imagen país moderna y cosmopolita, difunden algunos “mitos fundacionales” de la historia del arte en Chile. Entre ellos, aquel que señala que hasta la llegada de Raymond Monvoisin (1790-1870),29 pintor francés que cimentó su fama y su peculio retratando a la oligarquía chilena, no existía en el país nada que mereciera ser llamado arte. Mientras todo esto ocurre en el arte, en el terreno de la incipiente comunicación masiva, se está forjando la imagen de una chilenidad “popular”. Una chilenidad viril y valerosa, capaz de sobreponerse a los peores pesares de su existencia, que encuentra una figura ejemplar en el “roto”. El roto es un despojo de la Guerra del Pacífico, lo que queda vivo del cuerpo de los peones rurales y gañanes que fueron reclutados para el combate.30 La representación de su cuerpo maltrecho llega a convertirse, a través de una campaña de progresiva modulación simbólica y folclorización visual, en emblema del valor, la rudeza y la astucia del hombre de pueblo. La construcción de este personaje ocurre escasamente a través de los canales de la representación pictórica, y fundamentalmente través de la matriz mediática y popular, que comprende a la prensa y a las revistas de circulación masiva cuyo número aumenta notoriamente a partir de esa década. Puede decirse que la conformación cultural de la noción “pintura chilena” requirió no solo la observancia aplicada de los dictados de las escuelas artísticas europeas, sino también la instalación de un principio discriminatorio relativo a los objetos de la representación aceptables en el ámbito académico: la noción “pintura chilena”, forjada a la sombra de un nacionalismo civilizatorio, exige el exilio de una imagen compleja y heterogénea de lo chileno que incluya, por ejemplo, los aspectos de la vida y la cultura proletaria, las escenas productivas, extractivas o de esparcimiento que se asocian a las “roterías” del mundo popular, como así también las huellas de violencia inscritas en el rostro y la figura de los hombres y las mujeres que lo integran. Lo que tiende a quedar sistemáticamente fuera de la representación de la chilenidad en pintura, para circular por otros canales más profanos pero a la vez más pregnantes, resulta ser un cuerpo, un rostro y un mundo popular asociado a la masa proletaria, para el siglo XIX todavía mayormente analfabeta, rural, material y moralmente “rota” o maltrecha por los sistemas extractivos y productivos. Es claramente este sujeto desdentado y maltrecho, y la escena cotidiana y anónima que organiza en torno a su existencia, la imagen que falta o se torna borrosa en el repertorio llamado a perpetuidad “pintura chilena”, el que con tardanza y notable puntería ideológica resulta reivindicado por la cultura oficial en dictadura. Por contraste, ese conjunto presenta paisajes rurales −desiertos o escasamente poblados por hombres o mujeres que componen con regularidad escenas decorosas y auspiciosas, donde lo popular se expresa como pintoresquismo y color local− o bien retratos de ostentación en los que los miembros de familias connotadas o autoridades del clero o el gobierno posan según los protocolos en uso. Pese a sus parciales méritos nunca suficientemente considerados a raíz de la escasa discusión historiográfica en Chile sobre los asuntos de la representación artística, este repertorio de pintura nacional suele ser juzgado por los análisis que se alzan desde la crítica cultural como réplica y mala copia de un arte maestro cosmopolita.
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Pudiera ser que estas consideraciones históricas trazaran un nuevo horizonte para evaluar de forma retrospectiva el gesto radicalmente antipictórico que suele reconocerse como rasgo de ciertas obras claves del experimentalismo chileno de los 70 y 80. No se trataría simplemente de una respuesta irónica a las políticas culturales de la dictadura para el campo del arte, sino de una consideración crítica en torno a un sistema de representación y visualización de la historia que ha tenido, para entonces, una larga vigencia, y ha visto reflotar sus principales cláusulas ideológicas con la violencia excluyente del golpe. A la luz de este contexto, este sistema se descascara y comienza a revelarse como fruto de un largo proceso de arreglos y ajustes entre el poder político, la enseñanza y la crítica académica de arte e igualmente como un aparato editor de lo que se ha visibilizado u omitido hasta ese momento como relato de la historia, la identidad y la memoria el país. El arte experimental surgido en una contingencia de crisis política como la generada por la caída del proyecto socialista, se hace sensible a las imágenes que faltan en esa construcción visual de identidad, desarrollando una particular propensión a un sujeto histórico sin imagen artística que comienza a visualizarse ya no como el sujeto “del pueblo” enarbolado por la gran utopía enterrada, sino como el sujeto de la cultura de masas: de ahí la importancia que adquiere en las obras de la llamada avanzada lo fotográfico (como un sistema de visualización maquínico e industrial que hace doble eco, crítico y cómplice, con el triunfal capitalismo), lo corporal, lo sentimental y lo pasional.31 En el afán por dar lugar a esta representación inexistente, a este cuerpo retenido al margen de los sistemas de representación del arte, los lenguajes críticos de la avanzada rebasarán el campo de la pintura y se abrirán a un ámbito de producciones interdisciplinarias y transgenéricas. En la obra de Carlos Leppe, un referente fundamental del arte del período, la “presencia incómoda” tomará lugar en el propio cuerpo de artista, cuyo trasvestimiento se producirá bajo la lógica del retorno de lo reprimido. La aparición del cuerpo impresentable alcanza un punto alto en la performance realizada por Leppe, el año 1982 en el Museo de Arte Moderno de París con motivo de la Bienal (“Mambo Número Ocho de Pérez Prado”32) en la que el artista vomitó ante el público europeo balbuceando el himno nacional. Por otra parte, el cuerpo invisibilizado e inhibido en la historia del arte y de la pintura en Chile asomará en obras de Dittborn, Diamela Eltit o Raúl Zurita en una versión sacrificial, que aludirá por elipsis a las dinámicas de la tortura. Tras el hallazgo accidental, en 1978, de ejecutados políticos en los Hornos de Lonquén, los primeros cuyos cuerpos aparecen a la luz pública, cobra fuerza una verdadera estética del calvario que establece secretos vínculos con la iconografía cristiana de la pietà, y que domina o articula varios proyectos artísticos del período.33 Secretamente relacionadas entre sí, varias obras se formulan como padecimiento “con” el cuerpo social que, castigado por su indisciplina política precedente al golpe y después de él, se transforma también en el emblema de un suplicio histórico.
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Al suspender esta aproximación conjetural a los posicionamientos y desmontajes críticos de la “pintura chilena” entreverados con obras del experimentalismo local a contar de mediados de los 70, vale la pena no perder de vista la imagen con la que la pusimos en marcha. Vale la pena, especialmente, no perder de vista el rostro de Verdejo abriéndose camino entre los velos que descubren a la esclava en “La perla del Mercader”, realizada ya en los 90 por Juan Domingo Dávila. Este rostro caricaturesco, que irrumpe de modo inconveniente allí donde nadie se lo espera transformándose en un nuevo aparecido en el campo del arte, tiene como efecto el convocarnos a ver de nuevo el motivo representado en la pintura original: se trata de una escena abusiva; del descubrimiento de una mercancía que ocurre según los protocolos del trato de esclavos y prostitutas en el siglo XIX. Una época para la cual esta pintura funcionó como una imagen fantasiosa, aislada de las luchas, invasiones, conquistas, arrasamientos, atropellos y contubernios políticos asociados tanto a su motivo como a su sistema de producción.
En el Chile de fines del siglo XX, en el que los restos de una larga lucha social han sido puestos bajo la alfombra, el cuadro de Dávila acontece como desencubrimiento. El velo del mercader no simula descorrerse para dar a ver una imagen fantasiosa, sino algo alojado desde siempre espectralmente allí: la atorrante figura del roto; una especie de espina en la memoria de un país que entra con ella a un nuevo estado. Verdejo adviene al cuadro de caballete, flanqueado por marco dorado, para dramatizar y sancionar su irreparable entrada a ese lugar vedado de la alta cultura artística. Su presencia incómoda en ese escenario oficializa las condiciones algo carnavalescas de su ingreso a la historia representada y representable del país. A partir de los 90, la presencia del cuerpo incómodo e impertinente que ha detectado el arte experimental de los 70 comenzará a crecer y a incidir en los diversos niveles de la cultura y sistemas de representación. Conquistará nuevos territorios en el espacio simbólico y llegará a transformarse en un inquietante emblema de este período interminable de la historia de Chile que llamamos transición.
Notas
1. En Unbound: Possibilities in Painting (1994), muestra curada por Adrian Searle en la Hayward Gallery.
2. Polémica que llevó al gobierno chileno a solicitar disculpas a las cancillerías de Colombia, Venezuela y Ecuador, quienes pidieron explicaciones por el agravio.
3. Juan Verdejo, a veces llamado Juan Machuca, fue un personaje inventado por el poeta Héctor Meléndez y dibujado por Jorge Délano (Coke) en las páginas de la revista de sátira política Topaze, que circuló entre el año 1931 y 1970. Presentaba el aspecto de un hombrecillo flaco, desdentado, con un sombrero de paño propio de la ruralidad chilena. Se expresaba en versos octosílabos, en el modo de la poesía popular. Para mayor abundamiento ver Maximiliano Salinas et al., El Chile de Juan Verdejo, El humor político de Topaze 1931-1970 (Santiago: Ediciones Usach, 2011).
4. Alfredo Valenzuela Puelma entró a los 12 años a la Academia de Pintura de Chile, donde recibió formación del artista alemán Ernesto Kirchbach y del italiano Giovanni Mochi. Debido a sus talentos fue enviado por el estado con beca a París, donde tomó lecciones con Jean-Joseph Constany y Jean Paul Laurens. Con ambos maestros mantuvo relaciones breves, que incidieron sin embargo notablemente en su repertorio, marcado por una tendencia a los retratos y motivos orientalista o exóticos. Durante los últimos años de su vida sufrió alteraciones mentales que lo llevan a morir en un sanatorio en Francia. En Historia de la pintura chilena (Santiago: Editorial del Pacífico, 1951), el español Antonio Romera lo presenta como uno de los cuatro maestros de la escuela pictórica local.
5. Estos aspectos de la pintura, como otros rasgos que determinan la inscripción cultural y el lugar asignado a Valenzuela Puelma en la historia fundacional de la pintura chilena, han sido puestos de relieve en una investigación visual realizada por la artista Voluspa Jarpa, que comprendió la realización de diversas obras que interpelaban a esta imagen y cuyos alcances y resultados se encuentran registrados en la publicación Historia Histeria, obras 2005-2012 (Santiago: Ograma, 2012).
6. Luis Hernán Errázuriz, “Dictadura militar en Chile. Antecedentes del golpe estético-cultural”, Latin American Research Review, No. 2 Vol. 44 (2009): 136-157.
7. Ver trabajos recientes sobre la cultura oficial en dictadura: Katherine Avalos y Lucy Quezada,“Reconstruir e itinerar: hacia una escena institucional del arte en dictadura militar”, en Ensayos sobre artes visuales. Prácticas y discursos de los años 70 y 80 en Chile. Vol. III (Santiago: LOM-Centro Cultural La Moneda, 2014), 17-39 y Luis Hernán Errázuriz y Gonzalo Leiva, El golpe estético, dictadura militar en Chile (1973-1989) (Santiago: Ocho Libros, 2012).
8. Como lo ha sintetizado Ana Longoni, la política cultural de la Unidad Popular oscilaba entre dos líneas: acercar las manifestaciones del arte culto a los sectores populares (Tren de la Cultura, Museo de la Solidaridad Salvador Allende, Museo Abierto, etc.) y generar condiciones para que fueran dichos sectores los que produjeran nuevas creaciones (frentes culturales operando en las poblaciones, con teatro, talleres de distinto tipo, brigadas muralistas, etc). Ver al respecto Ana Longoni, “Puentes cancelados: lecturas acerca de los inicios de la experimentación visual en Chile”, en Pensar en la postdictadura, ed. Nelly Richard y Alberto Moreiras (Santiago: Cuarto Propio, 2001), 223-238.
9. Juan Francisco González es otro de los cuatro “grandes maestros” de la pintura chilena, según la noción acuñada por Antonio Romera. Recibió lecciones de los artistas fundadores de la Academia en Chile, en la que también fue tardío profesor, a contar de 1914. Se le reconoce como un referente la renovación modernista de la pintura local, y como un intérprete original de las corrientes impresionistas europeas. Su profusa producción consta en las principales pinacotecas del país.
10. Aunque la exhibición era parte de las actividades programadas para el museo ese año por la administración desalojada, quedó paradójicamente articulada con la nueva política favorable a la puesta en valor del cuadro de caballete. Su recepción fue modulada por la prensa oficialista de la época, que señalaba por ejemplo: “…vale la pena destacar que uno de los primeros que interpretaron el paisaje que le rodeaba fue Juan Francisco González. Captó regiones que recorrió a pie, caminando, palmo a palmo (…). La cordillera asoma en el fondo, vista de lejos, tal como está siempre presente entre nosotros…fue intérprete del Chile agrícola, con casorios de campo, con aldeas de casas…”. (La Prensa de Santiago, 14 de octubre de 1973. Cfr. Ávalos y Quezada,“Reconstruir e itinerar”).
11. La Junta Militar proclamó en julio de 1974, la nueva división del país, fusionando algunas de las antiguas provincias para dar origen a 12 regiones y un Área Metropolitana de Santiago.
12. Colección Historia del Arte Chileno (Santiago: Departamento de Extensión Cultural del Ministerio de Educación, 1978).
13. “¿Es posible encontrar algo característicamente chileno? Creo que sí (…) No se trata de tipismo en las escenas, sino de características más hondas (…) En la pintura chilena, a lo largo de siglo y medio, se pueden advertir unas constantes, unos rasgos persistentes en los que queda inscrita la actividad de nuestros artistas. Son cuatro puntos que reaparecen siempre: Paisaje, Color, Influjo Francés, Carácter”. Antonio Romera, Asedio a la pintura chilena (Santiago: Nascimento, 1969), 8. Al lado del mítico libro de Romera cabe consignar la existencia del estudio Historia del arte en el Reino de Chile, de Eugenio Pereira Salas, publicado a mediados de los 60, que atiende solo la producción de arte colonial.
14. Alicia Rojas Abrigo, Historia de la pintura en Chile (Santiago: Banco Español-Chile, 1981); Isabel Cruz de Amenábar, Arte, historia de la pintura y escultura en Chile desde la Colonia hasta el S.XX (Santiago: Antártica, 1984); Milan Ivelic y Gaspar Galaz, La pintura en Chile desde la colonia hasta 1981 (Santiago: Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1981) y Chile, Arte Actual (Santiago: Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1988).
15. Reelaboro a partir de este punto ciertas observaciones sobre la obra temprana de Dittborn, Altamirano y Díaz que propuse antes en “Cuadro de época. Crisis y restitución de la pintura en Chile hacia fines de los 70”, en Revisión Técnica. Pintura Reciente en Chile 1980-2010 (Santiago: Ocho Libros, 2010).
16. Las Fuerzas Armadas de Chile – Álbum Histórico, comp. Carlos Silva Vildósola (Santiago: Empresa Editora Atenas, 1928).Ver a este respecto Ana María Risco, “La historia clisada. Eugenio Dittborn, 1976”, Papel Máquina, 3 (2009): 15-25.
17. Ver Ronald Kay, “Proyecciones en dif. esc.”, en VISUAL, dos textos, (Santiago: Galería Época, 1976), s/n.
18. Inmerso en los círculos de la avanzada artística siendo apenas un muchacho de 20 años, gracias a su vínculo amistoso temprano con la teórica Nelly Richard, Altamirano reorienta en esta época su formación de grabador ensayando toda suerte de desplazamientos y extensiones de la matriz del grabado, una de cuyas vertientes se transforma en un diálogo crítico con la tradición pictórica. Para mayor referencia sobre su obra, ver Obra completa (Santiago: Ocho Libros, 2007).
19. En esta publicación estaba inserto el material que el receptor debía completar y devolver vía correo.
20. En Chile suele emplearse la expresión “vender la pomada” para aludir a engañar o estafar.
21. Tras esa acción en la calle el artista enrolló el lienzo y lo transportó al interior de la galería y en el mismo lugar donde era exhibidas imágenes de “Versión residual…”, lo introdujo en un recipiente que selló con un vidrio en el que podía leerse la inscripción: “grabado al aguafuerte”. Con ello insistía en la relación entre la pintura local y una matriz (cultural) replicante evocada a través de una escenificación de los procesos del grabado.
22. Con este tríptico, perteneciente a la Colección del Museo Nacional de Bellas Artes, Gonzalo Díaz ganó en 1980 el Gran Premio del 6° Concurso Colocadora Nacional de Valores de Santiago.
23. Descripción parafraseada de la ficha de la obra en Gerardo Mosquera (ed.) Copiar el edén. Arte reciente en Chile (Santiago: Puro Chile, 2006).
24. Enrique Lihn, “Apostilla a de la chilena pintura historia”, revista CAL, octubre (1979).
25. MOMA, “A conversation with Adriana Valdés”, Post. Notes on modern & contemporary art around the globe. URL: https://post.moma.org/a-conversation-with-adriana-valdes-part-1. (Consultado 23 de Julio de 2015).
26. Josefina de la Maza, De obras maestras y mamarrachos. Notas para una historia del arte del siglo diecinueve chileno (Santiago: Metales Pesados, 2014), 20.
27. De la Maza, De obras maestras…, 21.
28. Capítulo titulado por De la Maza “Polémica de los mamarrachos”.
29. Raymond Quinsac Monvoisin fue un pintor bordelés que residió en Chile buena parte de los años que van entre 1844 y 1857. Alcanzó alguna notoriedad en la Escuela de Bellas Artes de París, donde fue discípulo de Guérin, antes de iniciar un viaje hacia Latinoamérica, periplo en el cual fue contactado por el gobierno de Chile para asumir la dirección de una Academia de Pintura. Si bien no realizó dicho encargo se impuso como retratista de clase acomodada, imágenes en las que introdujo ambientación, moda y estilo europeos.
30. “Durante la Guerra del Pacífico (1879-1884), el gobierno reclutó parte del contingente que luchó en el norte entre peones y gañanes del campo. La industria salitrera continuó este proceso, dando origen al enganchador, figura de dudosa reputación que, por encargo de las compañías salitreras recorría el país convocando trabajadores para la pampa (y ofreciendo la “tierra de Jauja”)”. Bernardo Subercaseaux, Historia de las ideas y de la cultura en Chile. Vol. I (Santiago: Editorial Universitaria, 2011), 326.
31. Al evaluar la pertinencia de esta hipótesis, vale la pena tener en cuenta que durante el siglo XIX la expresión de lo popular en Chile se canalizó fundamentalmente por medio de la poesía popular vehiculada en la Lira Popular -pliegos de cordel ilustrados-, y casi nunca a través de la visualidad, como no fuera por los grabados xilográficos presentes en estas publicaciones y en los dominios de la artesanía. La expresión artística tradicional y académica aparece, hacia mediados de los 70, careciendo de una representación de este tipo o bien, ofreciéndola modulada por una ideología del color local y de lo vernáculo que entabla vínculos con los patriotismos y nacionalismos de distinto sesgo político. Si bien durante el siglo XX se da en Chile una producción de visualidad que ofrece alternativas y explora los vínculos del género pictórico con un contexto socio cultural alterado por la presencia de nuevas fuerzas socio-políticas cargadas de una vocación no elitista –con las que entran en diálogo artistas pintores como Enrique Castro-Cid, Enrique Zañartu, Eugenio Téllez, Roberto Matta, Gracia Barrios o José Balmes— podría decirse que la representación de identidades y sujetos sociales desalineados e impertinentes en relación con los hábitos fruitivos cultivados por la pintura oficial y sus principales receptores, no habían sido radicalmente alterados hasta ese momento.
32. La obra se desarrolló en el baño del Museo, es decir, en espacio que la institución asigna a los “asuntos del cuerpo”. Leppe llegó al lugar vestido con traje y corbata de pajarita, atravesó en medio de la concurrencia, portando un maletín lleno de cachivaches y haciéndose acompañar por el pintor Juan Dávila y por Manuel Cárdenas (aspirante a boxeador profesional). Una vez en el baño leyó un texto en mal francés que daba a conocer una travesía en clave testimonial por la cordillera de Los Andes. “Luego, se desvistió entre varios elementos dispuestos en el suelo de la sala del baño, entre los que se encontraban, una silla de madera, una torta de fresa parisina, una miniatura de tierra del emblemático Cerro San Cristóbal de Santiago y un lavatorio viejo enlozado y distintos útiles de aseo. Después, como pudo se afeitó todas las vellosidades del cuerpo, hasta parecer un perro tiñoso, luego se maquilló y se travistió con ropa interior de vedette de segunda clase, coronando su cabeza con un penacho tricolor patrio. Entonces comenzó a bailar y a cantar eufóricamente al ritmo del mambo. Al mismo tiempo Juan Domingo Dávila lavaba la camiseta interior del boxeador irremediablemente mientras Manuel Cárdenas a su lado, mirándose al espejo, con su torso desnudo se acicalaba incansablemente con su peineta. Leppe bailó travestido al sonido del mambo número ocho de Pérez Prado hasta caer exhausto con su cuerpo de 150 kilos. Levantándose con dificultad se sentó, y jadeante engulló con una voracidad animal la torta de fresa, mientras leía un texto ininteligible. Al poco rato se reclinó hacia el suelo y comenzó a vomitar mientras balbuceaba el Himno Nacional. Salió entonces del baño gateando entre las piernas del público, para luego pasar delante de la colección del Museo de Arte Moderno de París, hasta varar al lado de una grabadora de donde salía la voz de su madre Catalina Arrollo que cantaba “El día que me quieras”. Mientras tanto sus acompañantes, Juan Domingo Dávila y Manuel Cárdenas, seguían frente al espejo del baño como si nada hubiese pasado”. La descripción se encuentra en la ficha técnica y descripción de la obra realizada por Galería Visor, España, http://espaivisor.com/?exposiciones_post=el-cuerpo-de-leppe-chile- (Consultado 23 de julio de 2015). Acciones de este tipo fueron también “La Escuela”, 1982 (Bienal de Trujillo) y “Siete acuarelas”, 1987 (Círculo de Bellas Artes de Madrid).
33. Ver a este respecto Mara Polgovsky, “La cita bíblica. Iconoclasmo y sacralidad en la estética de “avanzada””, en Ensayos sobre artes visuales. Prácticas y discursos de los años 70 y 80 en Chile. Vol. III (Santiago: LOM-Centro Cultural La Moneda, 2014), 135-172.
Bibliografía
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